Recuerdo a Oliva. Aunque era solo su apellido en el colegio, los profesores lo utilizaban siempre para referirse a él. Hasta en el nombre tenía un estigma. Simplemente no tenía. Oliva era todo ambigüedad. No era Olivia. No era Olivo. Estaba en territorio de nadie, como lo estuvo su existencia. Oliva no tenía nombre, solo apellido en un barrio sevillano marcado por la marginalidad y azotado por la heroína. Que Oliva no tuviera nombre no era en realidad un gran problema en aquel escenario difícil. Para más inri, Oliva era pelirrojo y altísimo para su edad. Sus hechuras apuntaban a jugador de baloncesto, de no ser por su tez pálida, por sus ademanes extravagantes y manfloritas, por ese aire de jarrón valioso a punto de romperse. Y recuerdo que al niño que yo era, sin contaminar, no le importó jugar con él en los recreos. Oliva prefería las muñecas, las cocinitas, las casitas imaginarias donde su rol era siempre el de una madre. Siempre apartado, en la esquina del patio, Oliva era un rebelde. Éramos niños y los géneros no importaban. Solo jugar.

Pero un día vimos aquel raro gesto que hizo el maestro. Creyó que nadie le estaba observando. Un colega señaló con el dedo a Oliva. Y él se llevó el índice a la mejilla y lo movió de arriba a abajo rápidamente dos veces. En Andalucía es el gesto con el que se estigmatizaba por entonces a los homosexuales. Y los niños, que somos como una esponja empezamos a preguntar como locos qué era aquello. Oliva ‘tenía vena’. Era marica, aunque nosotros no entendíamos muy bien qué significaba. Él se fue metiendo en su mundo, como un caracol y apartándose (o apartándonos nosotros) del resto de la gente. 40 años después lo he vuelto a ver en el autobús que lleva al centro. Ahora es Olivia, una mujer de pelo largo, rizado y pelirrojo. Parece feliz. Y yo me pregunto por qué la infancia puede ser tan cruel para algunos. Refrán: De ninguna oruga se sospecha que se va a convertir en mariposa.