La dieta del sirope de savia, la de la alcachofa y el perejil, la de los colores (hoy toca comer alimentos naranjas, mañana, amarillos), la hipercalórica y la hipocalórica, la que tiene nombre propio y la que te presta la vecina o la que te manda la supuesta dietista que se sacó el título hace un año por internet. Correr en ayunas, correr de madrugada, correr. Gastarse el sueldo en ropa para correr que te pondrás tres días. Cómo conseguir unos muslos perfectos en dos semanas. Abdominales hipopresivos. Abductores. Tableta de chocolate. Si comes deprisa, el metabolismo no se entera. Si masticas doscientas veces, tampoco. Cada caloría, un punto. La cafeína adelgaza. El té verde también. Los batidos sustitutivos y las tortas de arroz que saben a suela de zapato. La torta de arroz con chocolate negro que sabe a suela de zapato con sucedáneo de posguerra. El aquagym, aquagap, aquafit. Las clases de cardio, acrosport, y cualquier otra palabra inventada. Mirarse en el espejo y verse gordo a todas horas. Comprarse una 34 porque es la talla de las mujeres triunfadoras. Creer que se cabrá en ella algún día. Pensar que esas mujeres que ni trabajan ni estudian y disponen de entrenadores personales y tiempo libre son triunfadoras solo porque pueden embutirse en esos vestidos inalcanzables. Malgastar la vida pesando lo que vas a cenar. Hablar de la liberación de la mujer y de la opresión del burkini mientras miras de soslayo lo que han engordado las otras. Confundir salud con delgadez. Convertir el placer de comer en la obsesión de no hacerlo. Respirar hondo, recuperar la cordura y convertirse de nuevo en seres racionales con una relación racional con la comida. Total, para acabar en los huesos, solo hace falta esperar al final de los días.

*Profesora y escritora.