Miraba las imágenes de los familiares de las víctimas de los atentados de Barcelona e intentaba contener las lágrimas mientras desayunaba con Gloria, mi churrera favorita, la otra mañana del 17 de agosto.

Hacía un año de aquello y, como un dolor conocido, sentía el derrumbe de esas familias en el lugar de la infamia a los inocentes. Y no lograba comprender cómo un grupo de jóvenes a quienes les lavaron el cerebro habían logrado alcanzar ese nivel de barbarie. La especie humana es capaz de todo, nos decimos cuando no acertamos a entender por qué ocurren sucesos inexplicables. Por eso hoy he decidido escribirles a ellos, a quienes ya no están, para recordarles que nunca les olvidaremos.

No conozco sus caras, pero me siento uno de ellos. Uno de los padres, una de las madres que perdieron en el asfalto a sus seres queridos. No encuentro otra manera de decirles que sus muertes nos han traído algo más de paz, esa que necesita este mundo loco que los terroristas quisieron convertir en nuestro infierno.

Duele escribir ahora porque suena al mismo sabor amargo del dolor, la repetición de las imágenes de aquellos días y el luto convertido ahora en homenajes. Hemos escapado del terror tantas veces, que ocurre que ya convivimos con él como si formara parte de nuestras vidas, como si la crudeza impregnara nuestra piel cuando vemos las lágrimas ajenas. Un ejercicio desagradable que nos han enseñado las sociedades actuales. Alguien dijo la semana pasada que ahora somos más fuertes. Y añado: y más vulnerables porque sabemos que en esas vidas destrozadas no hay mejor consuelo que todo nuestro cariño. El mismo que no cabe en estas líneas. No os olvidaremos nunca porque agosto nunca ha vuelto a ser igual desde entonces.

* Periodista