Sigo por diversas redes sociales a varios líderes políticos extremeños. Para mí no sólo es lógico que mantengan estos perfiles, sino que se «ocupen» de alimentarlos. No conviene ser hipócritas en exceso: entremos o no en el juego, la imagen importa. Y las redes son el escaparate de un atestado centro comercial. Será algo superficial, pero hay que comprar la mejor esquina.

En este panorama político de realidades intercambiables, hemos decidido que hay unos mínimos que deben cumplir todos. Aunque a la vista de lo que ha pasado en Andalucía, y antes en medio mundo, ese «todos» pudiera resultar presuntuoso. El caso es que en esas redes hay una publicación que se repite. Vayamos a la fotografía: nuestro político (de turno) paseando ufano por un pueblo, en el Ambroz o en la Siberia, acompañado de un pequeño y sonriente séquito. Envuelto en el idílico marco rural, idealizado por el urbanita medio, emerge el susodicho (de turno) haciendo lo que se supone que haga cada pueblo: visita una fábrica en bata blanca, arando azada en mano, reunión en el ayuntamiento, una caña en el bar de la plaza mayor. Puede parecer el álbum de una visita infantil a un improvisado parque de atracciones. Pero es la imagen de la preocupación por el mundo rural. La imagen, digo.

El reproche, largo en el tiempo, de muchos habitantes de Extremadura a sus políticos es el abandono de determinadas zonas geográficas, para concentrar la ejecución de políticas e inversión en otras. Aunque este desequilibrio también ha surgido en la eterna dicotomía Badajoz-Cáceres, lo cierto es que donde toma cuerpo es en la comparación sector rural-sector urbano. Pero no es una cuestión, desafortunadamente, extremeña.

Me extraña la ausencia de debate público sobre una cuestión que empieza a ser especialmente relevante: España se está escorando hacia una polarización demográfica y, sobre todo, económica, con saldo a favor de las grandes ciudades.

Hemos asumido con naturalidad que los grandes centros de población deben serlo también económicamente, pero creo que es un fenómeno no tan habitual en nuestro propio entorno. Hace sólo diez, veinte años, muchas regiones españolas contaban con grandes empresas que eran motores en su zona de influencia. Lo cual tiene un claro efecto sobre el crecimiento demográfico y económico. Bancos regionales de tradición y claves en su área, como el Pastor en Galicia, han ido siendo integrados en fusiones con los grandes operadores. En infraestructuras, sólo las principales compañías pueden ir con suficiencia a la mayoría de licitaciones públicas, siendo las empresas locales subcontratadas por aquellas, lo que supone que difícilmente podrán negociar términos o ganar volumen. Son sólo ejemplos. Por supuesto, estas compañías tienen su sede en Madrid, Barcelona o Sevilla. Sumen Valencia, Málaga y Bilbao. ¿Más? No, porque A Coruña e Inditex son un caso claramente diferenciado.

El avance tecnológico cambia la economía ya que permite una mayor centralización y reduce la necesidad de presencia regional. Además, costear la investigación habitualmente ligada a la tecnología «ata» el crecimiento al capital que lo genera. Esto quiere decir que el empleo se concentra en las grandes ciudades, y se marcha de las ciudades medianas y del entorno rural.

Duele decirlo, pero el «modelo» económico que supuestamente estamos construyendo se desliza paulatinamente a la creación de una economía «low cost» y de servicios. Básicamente, gran parte del país produce para las grandes ciudades españoles y le sirve de resort vacacional. Es decir, de aquellas actividades económicas donde la tecnología no es clave en la producción.

Lo verdaderamente peligroso es que la respuesta política a este panorama, que supone claramente un desafío a medio plazo, es siempre la misma: la generación de políticas de demanda. O lo que es igual: invertir a corto plazo sin una planificación adecuada detrás. El riesgo vinculado a estas políticas, incluso cuando es bienintencionado, es que generan dos efectos perversos: se crean infraestructuras con sobrecapacidad, ineficientes y costosas de mantener, y se pierde capacidad de inversión en tecnología. Una mala asignación, en definitva.

A mí no me parece mal ni la fotografía ni la visita, no me malinterpreten. Pero, sin un sosegado análisis de una muy compleja situación, esa idílica fotografía pronto amarilleará.