Quién debe ocupar el lugar prioritario en la educación moral de los hijos: la familia o el Estado? ¿Deben ser los valores que se imparten en la escuela algo elegido libremente por las familias, o deben ser algo fundamentalmente definido y controlado por el Estado? Se trata de una vieja polémica que rebrota una y otra vez, y que lastra desde hace decenios la posibilidad de un pacto y una ley educativa estables en este país.

Estalló, hace ya tiempo, en torno a la materia de «educación para la ciudadanía» del gobierno de Zapatero (y que hoy, bajo otro nombre, quiere recuperar el gobierno de Pedro Sánchez), y se ha reabierto con el programa educativo «Skolae» implantado por el gobierno de Navarra (ya saben aquel que, entre otras cosas, publicaba listas negras de canciones promotoras -según ellos- del sexismo), y al que algunos foros de padres acusan (como se acusó en su momento a la «educación para la ciudadanía») de imponer una determinada tendencia ideológica (la ideología de género, por ejemplo) y obligar a comulgar con ella a los alumnos y sus familias. Pues bien. ¿Quién tiene la razón aquí? Analicemos un poco la posición de los unos y los otros.

De un lado, algunos piensan que la formación moral ha de estar en manos de la familia y de cada individuo, reduciendo el papel del Estado al mínimo (al mínimo de informar de los derechos y deberes de los ciudadanos). Un Estado que, extralimitándose, impusiera una determinada educación en valores (como podría ser, en su caso, la ideología de género) se comportaría -dicen- como un estado totalitario. Esta perspectiva, estrictamente liberal, es también defendida ahora por colectivos conservadores y religiosos (católicos, fundamentalmente) que creen amenazados sus valores morales en la escuela pública, y que han empezado a criticar el «adoctrinamiento» de la educación solo cuando éste ha comenzado a no coincidir con el suyo (sobra decir que durante la dictadura les parecía de perlas que el Estado «adoctrinase» a los alumnos, porque la doctrina que se les inculcaba entonces era… la suya propia).

Otros, en cambio, pensamos que la educación moral y cívica es demasiado importante como elemento de cohesión social como para dejársela solo a las familias (o a instituciones educativas privadas). De hecho, creemos que una sociedad no podría subsistir si un número significativo de familias e instituciones sociales se dedicara a impartir valores incompatibles con la moralidad común (que es la que presta, entre otras cosas, la necesaria legitimidad a las leyes). ¿Deberíamos permitir, por ejemplo, y en nombre de la «libertad de las familias», que algunas de ellas educasen a sus hijos en el racismo, el odio al extranjero o la discriminación de las mujeres?... Dado que es imposible (e indeseable) que el Estado controle la educación que se imparte o promueve en cada familia, ha de compensarse ese riesgo con una mínima educación moral obligatoria en la escuela (en todas, sean públicas o privadas), incluso aunque esta contravenga la educación moral que se recibe en casa.

Ahora bien, para evitar que este (mínimo pero necesario) adoctrinamiento estatal (que compense o equilibre el que se les supone a las familias) no incurra en ningún tipo de exceso, la escuela tiene que hacer algo más que educar en «valores cívicos» (es decir, en ese «mínimo moral» común sin el cual es imposible la convivencia). Ha de promover también la reflexión ética en torno a los valores, esto es: el pensamiento crítico y la autonomía moral del alumno y el ciudadano.

Porque no es ni la familia ni el Estado los que tienen, al fin, que decidir cómo pensamos y vivimos, sino nosotros mismos. Y esa capacidad de cada uno para decidir libremente cuáles han de ser sus valores y creencias tendría que ser lo que más y mejor fomentase la escuela. Sin el desarrollo educativo de esa capacidad -que es la que proporciona el hábito de la reflexión y el análisis ético de todos los valores-, no hay democracia que valga; hay manipulación y demagogia, de la familia o del Estado, de derechas o de izquierdas, o, por resumir, de todos aquellos cuyos intereses o arrogancia moral no admiten instancia crítica alguna.

*Profesor de Filosofía.