Es legítimo que el sistema de salud pública (es decir, el Estado) acepte donaciones privadas millonarias, como las de la Fundación Amancio Ortega, para financiar necesidades sanitarias? ¿Qué coste suponen al Estado y la sociedad aceptar estas donaciones?

Para centrarnos en lo más importante, dejemos de lado el tema de la presunta doble moral del donante. «Dona aquí, pero explota allá» -dicen del fundador de Zara-. Aunque esto, que yo sepa, no está fehacientemente probado. Apartemos, también, el asunto de la ingeniería fiscal por la que Inditex, según un viejo informe presentado por Los Verdes en el Parlamento Europeo, esquivó seiscientos millones en impuestos de 2011 a 2014 (algo tampoco aclarado). Y dejemos igualmente atrás lo del carácter finalista y quizá no muy transparente de las donaciones. Que tales cosas se demostraran verdaderas debería bastar para rechazarlas. El Estado no debe aceptar dinero de dudosa procedencia moral (aunque sea legal), ni directrices de nadie que carezca de autoridad profesional o política para planificar sus servicios sanitarios.

Pero, aún así, esto sería lo de menos. El argumento para cuestionar este tipo de prácticas de mecenazgo de los servicios públicos es otro, más relevante. Hace siglos, el que una persona sin medios suficientes disfrutara de una atención sanitaria de calidad (o accediera a estudios superiores, por ejemplo) dependía de la decisión arbitraria de un noble, de una institución religiosa o de un rico mecenas. No creo que nadie pueda considerar esto hoy sino como algo humillante e injusto. Que haya suficientes medios públicos para ser atendido adecuadamente en un hospital, seas quien seas (o que puedas educarte y desarrollar tu vocación en el ámbito que elijas), es -pensamos ahora- una cuestión de derechos (y de obligaciones, por ejemplo, fiscales), y no algo que dependa de la buena voluntad de nadie.

No digo con esto que la Fundación Amancio Ortega no obre con la mejor de las intenciones. Pero fomentar las donaciones y patrocinios privados de servicios públicos como la sanidad o la educación (dos de los nichos de negocio, por cierto, más rentables, y aún «infraexplotados» en este país) puede leerse como un paso más hacia los modelos semi-privados o privados que imperan en EEUU y otros países (en los que, si careces de medios, la asistencia médica o la educación dependen, en efecto, de la buena voluntad de alguna fundación o mecenas, y no del Estado).

Más preocupante aún es que las prácticas de mecenazgo empresarial difundan la concepción liberal de que ciertos derechos fundamentales (sanidad, educación...) no estrictamente referidos a las libertades individuales han de ser garantizados (cuando lo son) a través de instituciones o personas particulares de forma puramente voluntarista, sin involucrar, más que mínimamente, al Estado.

Esta concepción está relacionada, por cierto, y a la vez, con aquella otra por la que los problemas humanitarios (relativos a esos mismos derechos fundamentales) se entienden, cada vez más, como un asunto de ONG o instituciones caritativas, en lugar de una obligación contraída por los gobiernos a través de organismos y agencias públicas internacionales. Es el mito liberal según el cual la fuente desbordada de beneficios de los más ricos acaba fluyendo, sin intervención estatal alguna (y por la buena voluntad de algunos), en la copa de los más pobres.

Si el señor Ortega, en fin, y su Fundación, están tan preocupados por la sanidad pública, podrían, mucho mejor que donaciones puntuales, hacer por aumentar (o no esquivar, al menos, ni un ápice) sus aportes fiscales, y contribuir así a que, con criterios públicos y transparentes, se financien mejor los hospitales y se aseguren las políticas sanitarias. Además, con una mayor aportación fiscal sostenida, ayudarían a mantener al Estado. Y son Estados representativos fuertes, y otros ámbitos eficaces de decisión pública, tanto nacionales como internacionales, presionados por una sociedad civil crítica y movilizada, los que pueden lograr que, algún día, nadie tenga que hacer depender su salud de cómo de solidario y donoso se sienta un millonario.