Esta semana distintos medios de comunicación se hicieron eco de la noticia del presunto suicidio de un menor en el País Vasco, todavía las informaciones son escasas y desde luego, por tratarse de un menor, la reserva del caso es total, como así se prevé en la legislación a los efectos. Sin embargo, el conocerla duele. Duele entender que en esta sociedad sucedan estos hechos tan dramáticos, y pueda caber la duda de la existencia de comportamientos perversos que hacen del mal, el paradigma de un modus operandi entre menores. Desde luego en este caso y en otros parecidos solo queda apoyar a la familia y ofrecerle el sentimiento de respeto y cariño; además de solicitar el esclarecimiento de los hechos, para hacer valer una justicia, que no pudo evitar el resultado final.

No se sabe si hubo señales, si efectivamente se produjeron signos que pudieran dar idea de la gravedad de los hechos, que hicieron tomar a este chico la decisión fatal. Hace poco leía un informe sobre el denominado acoso en los menores y cómo muchas de estas conductas tenían que ver con situaciones de intimidación hacia personas con algún tipo de discapacidad. Resulta extraño que la sociedad --del proceso evolutivo humano-- siga actuando bajo el efecto de la crueldad; minimizando comportamientos perversos que humillan e hieren profundamente al ser humano.

El suicidio de un menor, en una sociedad que se supone prioriza valores y actitudes tolerantes, significa fracaso, fracaso de esos valores y fracaso del sistema que es incapaz de poder proteger ante la intolerancia y decisiones perversas frente a sus iguales. Quizá todo esto lo podríamos analizar en el contexto de la mediocridad y de la banalización de la propia sociedad ante lo que es injusto, intolerable y coadyuva a la perversión. Es la sociedad que mitifica las redes sociales como santo y seña de lo que hoy impera, y, al mismo tiempo, es incapaz de poder evaluar lo que está bien y lo que está mal, para el bien común de todos los que aspiramos al respeto, como causa primera y justificativa de una sociedad de valores, y que hace gala de la tolerancia.

Porque, en ocasiones, de estos hechos de violencia que obligan a tomar decisiones fatales están detrás la burla, la prepotencia, el aire de superioridad de una imagen que se proyecta, más de ficción que de realidad. El acoso escolar que comenzó siendo una llamada de atención en relación a un ejercicio de corresponsabilidad de la sociedad, frente a un problema que empezaba a alarmar, hoy es la antesala de hechos y comportamientos que tienen que ver más con el suicidio homicidio que con otro tipo de acciones delictivas.

Ese concepto de parapetarse en el grupo para poner contra las cuerdas a menores, porque su fragilidad les da mayor cobertura, además de ser una cobardía representa la patología de una sociedad que, en ocasiones, mira para el otro lado, frente a la humillación del que es víctima.

El reciente suicidio de este menor, con otros que han precedido en similares contextos, nos debe poner en guardia respecto a la cobertura de nuestras aulas, frente al comportamiento cruel de quiénes ejercen violencia frente a personas que pueden sentirse y verse, esencialmente, vulnerables. Pero esa vulnerabilidad no debiera nunca ser la coartada para hacer frente a lo que además de reprobable penalmente, debe ser erradicado socialmente. Es todo un fracaso el de una sociedad que no haya podido haber tenido encendidas las alarmas cuando en el aula, el patio del recreo o la propia calle se estaba haciendo tal daño a un menor, que encontró en su suicidio el único punto de escape a su maltrato. Esto es, encontró en la propia muerte la única fatal decisión que conllevaba el dejar de vivir frente a la vulnerabilidad.