Ayer fui al cine. Anteayer para ustedes que me leen. Cines los de antes. Este era casi un cine de los de antes. Hermoso (y con goteras). Un señor cine. Me sacaron de mi casa (de la comodidad de mi sillón orejero) cuatro cifras como cuatro infiernos: ‘1917’. Hay un antes y un después de 1917. Somos lo que somos porque octubre del 17 vino revuelto. Así que acudí a la llamada de la jungla. Y me encontré con una película de Sam Mendes...

Lo muy cierto y muy verdad es que la película me resultó un tanto castaña; y no precisamente las gordas, calientes y dulces castañas asadas que me alegran las frías tardes de invierno. Más bien pilonga para desdentado. Siendo como es una película bélica, dista mucho de la espectacularidad de otras cintas como, sin ir más lejos, ‘Salvar al soldado Ryan’ de la que, en alguna medida, es deudora. En este caso se trata de salvar al soldado Blake (y a otros 1.599 soldados más). Un viaje entre líneas, las propias y las ajenas, y ya que se tercia, por tierras de nadie. Un viaje un tanto fallido. Por dos motivos. Primero porque las acciones bélicas son más bien entecas y segundo porque no aparecen ni diálogos de cierta hondura, ni íntimos conflictos de mínimo interés. La relación entre los dos supuestos protagonistas se finiquita al primer disparo y ahí acaba toda reflexión. En suma, podrán ver la película sin necesidad de pensar demasiado.

Entonces, dirán ustedes, con qué fin nos habla este buen hombre de la tal película. Si como cine bélico es pobre y como cine a secas también, por qué traernos a colación ‘1917’. Se lo diré. Simplemente por el soberbio ejercicio de estilo ejecutado por Sam Mendes. Con independencia de cualquier otro criterio, solo por las maneras (y la fotografía) merece la pena pasar por taquilla. La cinta está rodada en un solo plano secuencia. En realidad dos, porque hay un fundido a negro que nos evoca un tiempo de desmayo (triquiñuela por otra parte inevitable si se quieren conciliar las veinticuatro horas que supuestamente duran los hechos relatados con las solo dos horas del susodicho plano secuencia). Una aventura casi en tiempo real. Pero el mayor logro del director está en que el uso magistral de ese plano secuencia lleva al espectador a sentir la guerra inquietantemente dentro. Quizás ahí esté el gran logro de ‘1917’, que nos hace participar del drama en primera persona, dentro de una única secuencia, agobiante sí (quizá por eso algo latosa), pero sorprendentemente creativa. El cabo William Schofield y usted bajarán juntos a los infiernos del dios Marte y juntos vivirán una aventura vagamente inspirada en Alfred Mendes, mensajero durante la guerra del 14 y abuelo del propio Sam Mendes.

Estamos ante una obra, en suma, notable. Con sus defectos. La banda sonora es pésima (cuando aparece para resaltar escenas de acción resulta incluso patética). Alguna escena descarrila (el encuentro con la francesa es forzado y está de más). Pero aún así, con todas sus taras, se ha llevado el Globo de Oro a la mejor película dramática y probablemente de manera merecida. Es más, también está propuesta para diez premios Oscar, incluido el de mejor película.

Quien quiera saber de las miserias de la Primera Guerra Mundial mejor que lea a Céline. En ‘Viaje al fin de la noche’ hay más y mejor de todo (salvo cine). Para cine ‘1917’. Esta película es un descomunal alarde de estilo. Una historia sencilla, pero magistralmente armada. Una filigrana que causa asombro en el espectador. Un conjunto de imágenes de inquietante belleza. Fango, ratas, trincheras, cerezos en flor y sangre. Sin héroes ni villanos. Solo miedo, solo la palabra dada al camarada caído. Así nunca nadie nos contó la guerra.