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Frágiles

¡Qué poquita cosa somos! Ahora nos damos cuenta, ¿verdad? Un bicho microscópico, al que ni siquiera podemos ver, nos ha puesto en un brete del que saldremos, sí, pero muy mermados y con demasiadas víctimas en el almario. Un virus, un simple virus, ha conseguido trastocar, de un día para otro, la vida cotidiana de miles de millones de personas. Lo que la RAE define como un «organismo de estructura muy sencilla, compuesto de proteínas y ácidos nucleicos, y capaz de reproducirse solo en el seno de células vivas específicas, utilizando su metabolismo» ha sido todo lo que ha hecho falta para recordarnos que el ser humano es débil e insignificante. No sé si, tras superar esta grave crisis sanitaria, iremos por la vida con una actitud más humilde, o si, después de unos meses de normalidad, volveremos a pasearnos por el mundo con esa arrogancia que el ser humano viene arrastrando últimamente. Somos tan imperfectos que, probablemente, nos olvidaremos de las penurias de estas semanas, y continuaremos viviendo como si nada hubiese ocurrido. Pero no estaría mal que extrajéramos algunas lecciones de esta situación inédita y cruenta a la que nos estamos enfrentando. La primera, y la más importante de todas ellas, relacionada con nuestra pequeñez y finitud. Y, partiendo de ella, todas las demás. Como que las cosas verdaderamente importantes no son tantas ni tan caras. O que pocas cosas pueden valer tanto como el tacto cálido de un beso, una caricia o un abrazo. O que no hay que ignorar las tragedias lejanas, porque tardan poco en convertirse en propias. O que muchos discursos engolados y altisonantes pueden esconder mentiras que resultan mortíferas. O que el calor de un fósforo prendido en nuestras antípodas puede desembocar en un incendio en el hogar. O que algunos de los hallazgos de la humanidad resultan meramente anecdóticos en épocas convulsas. O que no hay que despreciar nunca las voces de los heterodoxos, de los que claman en las esquinas de un panorama mediático que, en demasiadas ocasiones, se deja llevar por las corrientes de la oficialidad. O que hay servidores públicos que desempeñan una inestimable, inmensa y callada labor sin que se reconozca a menudo su importancia. O que la naturaleza desbocada siempre será más poderosa que la humanidad. O que la divinidad no es un don de hombres y mujeres. O que, en definitiva, y como un día cantó Jorge Drexler, «no somos más que una gota de luz, una estrella fugaz, una chispa, tan solo, en la edad del cielo». H*Diplomado en Magisterio.

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