Es el lamento común de estos días: la que nos viene encima. La gente anda confinada en casa, deseando pisar la calle, pero sabiendo que cuando dé los primeros pasos vendrá el consiguiente descalabro si no lo ha sufrido ya metido en un ERTE o un despido de su puesto de trabajo. La ciudadanía está oyendo a expertos y escuchando a analistas como si fueran a predecir un futuro diferente, pero no se trata de hacerse trampas al solitario: todos sabemos que la situación se va a complicar sin más remedio y que, salvo excepciones, es tiempo de estrecheces y de pasarlo mal nuevamente. Esta vez no es el ladrillo ni la crisis del sistema bancario, ha sido la pandemia del coronavirus la que ha puesto en un brete a todo un país, echando el cierre a cientos de negocios y mandando a casa y al paro a decenas de trabajadores.

Lo peor es que una economía enfriada de golpe tarda en arrancar. No se pone en marcha de la noche a la mañana. No es cuestión de apretar el botón y, arriba, todo el mundo a trabajar como si aquí no hubiera pasado nada. La desescalada del virus lleva implícita la escalada de la economía y muchos no podrán aguantar el ritmo ni esperar un tiempo, directamente se quedarán en el camino.

El tamaño de la oleada de pobreza que nos viene se desconoce por el momento. No ha habido aún tiempo ni medios para poder cuantificarla, pero existe y existirá y la administración y las ONG coinciden en destacar la urgencia por empezar a atenderla lo antes posible. Las parroquias, Cáritas, comedores sociales o el banco de alimentos han empezado a alertar de la nueva emergencia social que nos llega. No en vano, se han disparado las peticiones de ayudas para comer entre un 30 y un 50%.

En primer lugar están las familias que se hallaban en situación de pobreza. Las mismas dependen de trabajos ocasionales, mal pagados y temporales y si pierden sus empleos (o se ven obligadas a quedarse en casa), no tienen nada con qué responder. No cuentan con dinero ahorrado y en consecuencia no pueden permitirse almacenar alimentos ni responder ante las necesidades básicas. Un cese en sus exiguos ingresos trae aparejadas consecuencias traumáticas. Para los núcleos familiares en esta situación el trabajo perdido se relaciona directamente con los alimentos que se dejan de consumir.

En segundo lugar están aquellos hogares que están en ese último escalón que les aleja de la pobreza. Son gente que, de pronto, entran en barrena porque uno de sus miembros pierde su empleo o los dos. Empiezan por tener problemas para pagar el alquiler y, de ahí, todo deriva en no disponer de recursos con que llenar la cesta de la compra.

Este miércoles publicábamos en el periódico la radiografía de los nuevos pobres de la región y hacíamos mención de cómo en Cáceres ya había autónomos, emprendedores y comerciantes de 30 a 50 años con hijos que habían pasado a engrosar la lista de personas que se ven obligados a recurrir a los servicios sociales u organizaciones no gubernamentales en busca de comida o ayudas básicas para poder costear la luz o el agua. Son gente normal que hace un mes podían hacer frente a los gastos habituales de su hogar y que ahora inician una deriva sin saber muy bien cuánto tiempo va a durar.

Nuevamente los abuelos, los pensionistas, tendrán que volver a ser sustento de muchos de los suyos y, en consecuencia, pasar estrecheces. De nuevo la generación sufridora de este país deberá contribuir al sostén de sus hijos. Estaban ya saliendo del lastre de la crisis económica del 2008 y, doce años después, vuelta a empezar. Porque está el ingreso mínimo vital que ha anunciado el gobierno, el cual pretende llegar a un millón de hogares, pero de momento no se ha puesto en marcha y cuando llegue tampoco va a ser la panacea dado que estamos hablando de 500 euros por perceptor tras salvar un montón de escollos.

Me sorprende que de esta cuestión, de lo que está por venir de aquí a nada, no se hable casi nada y, en cambio, estemos más pendientes de otros asuntos como el luto oficial o la manera de sacar a los niños a la calle a partir de hoy domingo, de si es una hora o un kilómetro o si hay que ponerles mascarilla. Entiendo que la empatía es una cualidad que no todo el mundo posee, pero dense una vuelta por un comedor social y una ONG de esas que estos días ha decidido repartir comida o dispensar menús. Vean a gente corriente, entre asustada y avergonzada en la cola, y piensen que estamos en el principio del problema; que lo que va a venir va a ser peor. Comprobarán que todo lo demás, incluidas las peleas de nuestros políticos, son un asunto menor. Así que pongámonos las pilas, actuemos, empecemos a preparar el terreno, que el camino por andar es estrecho e inhóspito y aún hoy se desconoce por cuánto tiempo va a haber que transitar por él.