Dice Manuel Vilas, en Alegría, su último libro, que cuando uno se convierte en padre se vuelve un mendigo del amor. Puede que sea así, pero hay unos años en que eres el centro de atención, el modelo, el punto de apoyo de una palanca capaz de mover el mundo. Después ya es otra cosa.

Escribe también que, cuando viaja, trata de ver las ciudades a través de los ojos de sus hijos, para poder contarlas luego como un recuerdo que los acompañará siempre, igual que le acompañan los gestos aprendidos, sencillos, cotidianos, de su padre.

Pienso en eso mientras veo cómo mi hijo pequeño se vuelve loco de contento al regresar a las clases, a su mundo conocido, a una realidad que le ha sido vedada durante muchos meses. Vuelve atropellado, feliz de tener tantas cosas que contar, pero enseguida se le olvidan para ponerse a jugar con sus amigos a cualquier cosa, con urgencia, con la necesidad de un contacto físico que no puede tener, y esa carencia duele porque es de todo menos natural. Regresa con mascarilla, gel, toma de temperatura y distancia.

Pienso en qué le quedará de todo esto, qué recordará cuando tenga que armar los cimientos de su memoria y surjan las imágenes de un patio o un parque donde jugaban enmascarados y no existían los abrazos.

Intento mirarlo como lo mira él, y espero que no registre esta etapa con dolor, sino con asombro, y al mismo tiempo, me preocupa que acabe viendo normal no tocarse, no abrazarse, incluso no pelearse y rodar por tierra, mancharse las rodillas, saltar en charcos de barro y compartir chuches con las manos pegajosas.

Escribe Vilasuna plegaria por su hijo y le pide al dios que sea: concédele certezas, ya que a mí no me las diste, y como la cuenta está a mi favor, lo que a mí me debes, dáselo a él con intereses, y te diré cuáles son esos intereses: el valor y la voluntad de vivir. Y yo miro a mi hijo, y rezo en voz baja esta oración. Valor y voluntad de vivir. Frente a la pandemia, el miedo y la desesperanza. Así sea.

*Profesora y escritora.