No, no son solo los jóvenes quienes están siendo irresponsables en este estado de alarma que pesa como espada de Damocles sobre todos nosotros. No son solo ellos los que este fin de semana y otros muchos llenaban las terrazas y el interior de los bares en grupos de más de seis, sin mascarillas pero con copa, entre risotadas y bromas sobre si la policía no sabía contar o si el camarero había suspendido matemáticas. Y qué hago, se preguntaba el dueño después de llamarles la atención en vano. Si los echo, no volverán a venir, y si no, y pasa la policía, acabarán por cerrarme el negocio. Todo muy español, muy de barra de bar y compadreo. Pero no eran jóvenes, sino gente adulta, padres y madres algunos, de los que luego despotrican de la juventud y sus excesos, de los que educan a sus hijos en ese mismo exceso con que se llenan la boca cada vez que dan un sorbo al gintonic. Con el tiempo puede suceder que sus hijos quemen contenedores, destrocen papeleras, o se atrevan a compararse con los verdaderos damnificados de la crisis, con las colas del hambre, con los autónomos asfixiados. Que griten que quieren ser libres y salir sin mascarilla, como hacía una chica el otro día en una manifestación negacionista.

Luego, ella y su pandilla de revolucionarios, después de quemar algo público, que es de todos, comprarán unas pizzas y unas litronas, y por supuesto, dejarán todos los residuos lejos de la papelera, colocada allí por un gobierno opresor que coarta su libertad de arrojar sus desechos donde quieran. Tristes tiempos estos en que los fanáticos de uno y otro signo ven el bien común y lo público como su enemigo. Los padres que se burlan de las normas, los políticos que los alientan, todos los que miramos hacia otro lado somos tan culpables como los jóvenes. Si no somos ejemplo, no podremos ser jueces ni fiscales de quienes están tan perdidos que buscan su camino no encendiendo la luz, sino apagándola. Así, a tientas, no aprenderán a ver y mucho menos a mirar, la única revolución posible en estos tiempos inciertos.