No me gusta emplear en vano conceptos precisos que, además, tienen peso emocional e histórico; todos abusamos del término «fascismo», explicaré a continuación por qué lo empleo en este caso. Por otro lado, tampoco soy entusiasta de prefijos, sufijos o adjetivos que minimicen los significados exactos, así que también aclararé después su uso.

El fascismo comenzó como una ideología genuinamente italiana, sustentada en una amalgama intelectual (filosófica, estética) fuertemente conectada con una sociedad marcada por los conflictos internacionales y sus dos principales derivadas: grave crisis económica y exaltación nacional.

Su éxito en Alemania tuvo que ver con esas dos cosas, agravadas por la humillación bélica. Cuando se habla de fascismo hoy, se piensa en el nazismo, que tuvo singularidades del máximo interés histórico en las que no nos podemos detener, pero entre las que destacan que comenzó con un éxito en las urnas y que fue un movimiento social extraordinariamente masivo en el que la sociedad alemana participó o consintió.

Sepultada por decenas de miles de horas audiovisuales dedicadas al tema, conviene revisar la serie televisiva «Holocausto» («Holocaust»; Marvin J. Chomsky, 1978), porque atiende a la intrahistoria, y ayuda mucho a comprender cómo el nazismo solo fue posible porque existía un clima social determinado.

No cabe duda de que existe riesgo de que emerjan demonios parecidos —nunca serían iguales— a los que asolaron la Europa de los años treinta, pero no porque dos partidos políticos —que se venden como extremos y no lo son— enfrenten estrategias propagandísticas en el barrio de Vallecas, sino porque la sociedad española padece muchos de los síntomas que mostraron las naciones que sufrieron esa enfermedad social.

Es a esos síntomas a los que llamo «microfascismos». «Micro» porque son silenciosos, aparentemente irrelevantes pero muy extendidos (no pequeños), ocultos en la cotidianidad. «Fascismos», no porque lo sean en sí mismos, sino porque son actitudes rastreables en el origen de los fascismos que la historia ha documentado.

Creo que el principal síntoma de fascismo es el silencio. El silencio ante la corrupción moral y política que tenemos al lado, en nuestra familia, en nuestros amigos, en nuestro trabajo, en las organizaciones a las que pertenecemos. El silencio ante las injusticias que no nos rozan la piel, ante el sufrimiento del otro. El silencio ante los desmanes de «los nuestros», ante el socavamiento del bien común por los intereses de grupos, lobbies, sectas o mafias. El silencio es cómplice de la violencia, de la corrupción y del abuso de poder.

Otro síntoma de fascismo es la preeminencia de los intereses individuales sobre los colectivos. Tiene muchas consecuencias. Una es la fusión de los intereses de los medios de comunicación con el poder político, desapareciendo la prensa libre reconvertida en propaganda sectaria. Otra consecuencia grave es la marginación, hasta la muerte civil si es necesario, de toda persona con talento que suponga un peligro para los intereses particulares de un grupo o de una persona. Una tercera es que el dinero acaba valiendo más que la vida, algo que algunos ya sabíamos pero que la pandemia ha puesto ante los ojos de todos.

Un tercer síntoma importante es la aparición y consolidación de liderazgos mesiánicos, vistos desde ambos lados. Desde el lado de los líderes, por la soberbia, la convicción de superioridad e infalibilidad, el mando tiránico y despreciativo, el tratamiento de la ciudadanía como rebaño. Desde el lado de la sociedad, por el orgullo de ser rebaño, la convicción acrítica de que los líderes «saben lo que tienen que hacer» y «harán lo mejor por nosotros», la resignación, la alienación, la apatía. Cuando la mayoría de la gente prefiere a esos líderes mesiánicos que a los ciudadanos libres y críticos con el sistema, el fascismo está un poquito más cerca.

Puestos a mantener excesos verbales, no busquen el fascismo en las pugnas electoralistas de logos y marcas de partido, búsquenlo en el silencio, el desprecio a la verdad, el exilio del talento, la lapidación de la discrepancia y la aceptación de humanos ansiosos de poder como si fueran semidioses llegados para salvarnos. 

*Licenciado en CC de la Información