Opinión | Una casa a las afueras

A menudo, la espina

Para el mundo somos poco menos que un cachito-tierra lindero con Portugal, un tramo de la Ruta de la Plata; una pepita de tomate; una veta de jamón; una panza de burro… tierra ignorada. 

La gran idea es que no tienen ni idea o se reduce a esto otro: un banco de misa, una sucesión de almenas o una fiesta de cigüeñas. Gente que reza y se abanica; que usa la palabra picón y tiende en la azotea…terra incognita. Tierra aún por describir. Y digo bien, por describir que no por descubrir.

A estas alturas de la vida y de la sociedad hiperconectada en que nos desenvolvemos, es imposible seguir con el mantra que nos ha perseguido desde siglos, según el cual, Extremadura es una tierra por descubrir. 

La atmósfera mental que ha rodeado nuestra trayectoria, se alimentaba de leyendas con sabor de algarroba. Una dice el nombre de Extremadura y se encharca el aire de heno, hasta las manos parecen tocar la tierra y la lengua se desplaza por alcazabas y pendientes de brezo. Cualquier consideración acerca de los extremeños nos empotra rápidamente contra la pared blanca de un libro por escribir… Así han crecido algunos mitos. 

Es cierto que hay un sol exasperado que pica hasta quemarnos, pero hablamos de un lugar precioso. Las casas están unas de otras, a la distancia de un tiro de arco, es por eso que dejan pasar la luz y el aire. Sus muros acolchan las voces y evitan violentar intimidades. Los parques tienen acebos por tobogán, tacillas de algodón, pan de cuco y vincapervincas en lugar de caballitos y columpios. Por doquier asalta la alfalfa lupulina y la rosa pendulina. Digamos que son los semáforos de las estaciones. 

Están las hierbas que llamamos sanalotodo… de esas tenemos cientos de mercadillos.

Las nubes son pueblos de alrededor y las estrellas nos las piden prestadas cada noche para alumbrar ciudades de todo el mundo. 

Nos han tenido al margen en muchas cosas, es verdad, en la cultura, por ejemplo, en la economía y en el ámbito de las comunicaciones, ¡ave, q’dhacer! Pero qué más da si nos sobran los luceros y las mañanas clarecías.

¿Acaso puede alguien ver un valle y no ser feliz? ¿Es que puede alguien levantarse oliendo a flores, chupamiel y manzanilla, y no querer ser de allí? Bendita tierra ignorada. 

En realidad, lo que sucede es que son exiguas las palabras que nos ayuden a describir Extremadura. Tengo la sensación de que hasta el vocabulario es gurrumino, retaco, y padece la triste enfermedad de la simpleza para explicarla.

Todo cuanto se sabe de nosotros son minucias, como le ocurrió a la región de Cus: maldita sea la tierra por tu culpa, dice la Biblia, la tierra te dará espinas y cardos, eres polvo y al polvo volverás.

Decir que es triste es una argucia más para devolvernos al baúl de la memoria; en cambio se ajusta a la verdad decir que se respira en Extremadura un cierto aire de tristeza. La imagen se la debemos a un tratado que habla de la tristeza como rasgo característico de la mujer extremeña del s. XIX, en pleno invierno demográfico. 

Algunos dolores no se han contado todavía, aun siendo incontables como las estrellas. Pasa igual con la innúmera belleza, que los libros de Historia se la han tragado y la han colocado lejos de toda evocación. 

Es penoso saber que nuestros poetas se han quedado a medias, encallados, arrojados como maletas entre los raíles del tren que nunca llega; que sus poemas zozobran en mitad del campo. Saber, también, que el conquistador pasó a los anales como hombre de hondas madrugadas.

Pero aquí se trata del alto Edén, donde <<se cantan los contentos>>, 300 kilómetros al sur del mundo que agoniza. Lejos de quejumbres es Extremadura el mayor puerto de agua dulce, toda ella es velamen de verdura izada sobre la mullida multiflora.

* Periodista