Me llamo Fernando Valbuena y estoy harto de que se me muera la gente. De que se me mueran a pares. A diestro y siniestro. A manos llenas. De sopetón y hasta con previo aviso. De que se me mueran y luego los entierren. O los incineren. Porque muertos quedan para los restos. Porque es como si me enterraran a mí mismo. Como si me incineraran a mí mismo. En cada uno de ellos van jirones míos. Tantos que ya he perdido la cuenta. Debe ser la edad. La pandemia y lo que no es la pandemia.

Ayer marqué su número. Ya no era…

Es como si me achicaran el campo de fútbol. Como si el línea cogiera el palo de esquina y, al primer despiste, me lo colocara más cerca de la portería. Como si el árbitro pintara las rayas de cal cada vez más apretadas las unas con las otras. Tan apretadas que podría abrazar al portero del otro equipo sin salir de mi área. Tan apretadas que nos va faltando el aire. Y de los veintidós vamos quedando menos. Cada día menos.

Los que se mueren, se me mueren. Tantos que ya no sé cuántos se me han muerto. Siendo yo joven se me murió uno. Una. A esa la recuerdo bien porque fue la primera. Ahora los recuerdos se atropellan como se atropellan los muertos. Cuando yo era joven contemplaba, extrañado y burlón, como mi padre leía, cada mañana, las esquelas por delante de todo lo demás. Ahora, pasados los años, le voy calibrando las hechuras a mi padre y a sus costumbres. Ahora, que de aquellos no queda nada; ahora, que de los míos, de los hijos de los que se le murieron a mi padre, va quedando menos. Es como si el tiempo se tragara el espacio. Como quien voltea el reloj de arena para que los vivos empiecen a vivir y, a la vez, de los muertos no quede memoria.

Hoy a Fulano le ha dado un ictus; nada grave, me dicen; pero yo barrunto que me quieren correr el palo. Ayer se murió Zutano... Mañana está previsto que la diñe Mengano; y dejará un hueco a la hora del desayuno en el bar de siempre y el desayuno me sabrá más amargo… Se me mueren como cuando llueve en tromba. Se me mueren sin tregua. Se me mueren de remate. De penalti y hasta de gol en propia puerta. Y se los llevan, y queda el terreno de juego embarrado en lágrimas. Se me mueren y hasta les levantan estatuas. Y las inauguran, tan lustrosas ellas, tan de bronce, tan a pie de calle, sobre el barro del llanto; el mismo barro que todo se lo ha de tragar. Pero ya, aunque aliente el bronce, no volveremos a compartir el cuero... No volveremos a tomar un vino juntos, no volveremos a recordar a medias…

Es la marea de lo ido. Y el terrible augurio de lo que está por irse. Así, por los siglos de los siglos, hasta que del campo de fútbol donde jugamos nuestras vidas solo quede la última nada: una mancha de cal frente a la portería desde donde chutar por última vez. A vida o muerte. Hasta que, bajo el palo largo, el portero descubra que todos los demás se han ido, que está solo, absolutamente solo. Es el momento horrendo en que descubre que está muerto, aunque sus ojos vean y su corazón bombee. Porque, bajo el travesaño, no tendrá a quien decirle su nombre. Mi nombre. Mi nombre mutilado. Mutilado a mordiscos de luto en cada despedida. Ya me voy llamando menos… Y es que en la muerte de los otros se esconde la propia muerte.

*Abogado