En estos días de calima, aire acondicionado y bañador, no dejo de acordarme de lo que se ha llevado, de momento la pandemia: las fiestas de los pueblos. Con la Virgen de Agosto acercándose en el calendario, recuerdo los grandes fastos que se organizan en nuestros pequeños municipios en su honor o de San Roque, o de San Bartolomé, santos estos por los que el vulgo profesa gran devoción a tenor de la jarana que se forma para honrarles. No me gustan las aglomeraciones, ni el consumo excesivo de alcohol, ni que por unos días todo valga, pero es cierto que echo de menos esa exaltación de la amistad y la fraternidad de esos días tan importantes también para las economías locales.

Las peñas de los municipios son el alma de las celebraciones populares. De hecho, en esos pueblos pequeños se identifica a muchos vecinos que están en la diáspora por la peña a la que pertenecen. ¿Zutanito? ¡Ah sí, el de los Chinchis o el de La Lata, el de Los Chapuzas…! Cuando interviene el toro, nuestro animal totémico, siento el ‘corazón partío’ ante mi gusto por la lidia pero mi repulsa por el dolor gratuito a un ser tan hermoso. Además, creo que no deben mezclarse ingredientes tan explosivos como el alcohol y los morlacos. El resultado puede hacernos pasar de la risa a la tragedia en segundos. 

Tampoco soy muy de verbenas. Eso de ponerse todos a bailar pasodobles o canciones del verano hasta altas horas de la noche, en la plaza, está bien… las dos primeras horas. Pero sí, echaré de menos este verano el ‘jaleillo’ nocturno, las risas, la alegría de vivir que nos ha arrebatado este virus. Habrá soluciones, parches, sucedáneos y remiendos en un intento de que haya algo donde no lo hay. No será lo mismo. Las fiestas populares de nuestros pueblos son un tesoro que espero vivan este año el último de sus paréntesis. Refrán: El día de fiesta, dinero cuesta.