De repente el otoño se vierte por las ventanas; hasta las palabras saben a castañas y se caen de la copa del árbol del corazón haciendo un ruido gris, apagado, sostenido, inapetente, sin ganas de llegar al suelo. Deben ser las medias palabras, esas que no saben si ir hacia atrás o hacia adelante y acaban agolpándose como niños a la hora del recreo en el cielo de la boca. Son esas mismas palabras indecisas las que van formando bolas de fuego en la garganta que luego bajan al estómago quemando todo a su paso.

Vuelven las cocinas al olor del eneldo y el comino. Se abomban los mandiles del aire y la lluvia de harina, es el anuncio de la nueva temporada de bizcochos que se ha convertido ya en el serial preferido de los jueves por la tarde.

Todavía es septiembre, pero huele a tristeza de noviembre. Ya brotan sus fríos por los agujeritos de las persianas y asoman la patita por la noche.

La inmensa felicidad de la hermosa infancia es ahora una nube negra sobre los bancos del parque mientras flota en el aire un reconocible silencio de nieve. Todos reconocemos ese crujido del alma cuando se congela, cragggg, porque a todos nos ha pasado alguna vez que las cosas de la vida, los libros, las cajas llenas de medallitas, la colección de Barriguitas, los discos de vinilo, las flores y alfileres de todas las bodas a las que hemos ido, las notas del colegio… lo que viene siendo tu vida, de repente queda cubierto por la nieve.

Esa vida es como la palabra pronunciada en un recital, vuela; en cambio la palabra escrita, permanece. La palabra dicha es un pájaro en busca de tierra cálida, no repite la modulación ni los cánticos, no se ennegrece ni se usa como arma, tampoco destiñe ni mancha los prados de pegajoso plástico; en cambio la palabra escrita sabe bien su camino hacia la papelera; sabe que su destino se tambalea como la ropa tendida o las diminutas macetas de balcón en días de viento.

Huele a tristeza de noviembre. Ya brotan sus fríos por los agujeritos de las persianas y asoman la patita por la noche.

Hay quien dice que hasta los versos malos también son versos, escritos o pronunciados siguen siendo versos pues llevan prendidas con alfileres cuantas palabras no pudo sofocar el poetaquemándose en su propia lava.

Toda esa lava es nieve que petrifica a su paso la idea del paraíso. A todos nos pasa que al dejar sepultadas nuestras vidas anteriores bajo capas de roca fluida, bajo cualquier otro tipo de erupción como una mudanza, una ruptura o el mismo fin del mundo, craggg, se nos convierte en penumbra el pasadizo de la miel. Sabemos que la aromática lluvia de miel lloverá sobre otros y que el telón del teatro de nuestra dulce pastelería arrojará un amargo FIN sobre nuestras cabezas.

Sabemos que las casas son cosas, pura materia sin alma. Que la que más y la que menos acaba siendo pasto del silencio y más tarde, del olvido. Nosotros en cambio acabaremos invadidos por hierbas salvajes o acaso una flor amarilla de papel que suavice el monótono color de las cenizas. Puede que hasta nos acompañe sobre el mármol verde un rosario de lágrimas.

Las castañas llevan lloviendo sobre mi toda la tarde, han dibujado una alfombra de otoño a mis pies y nada consuela mi desconsuelo. Volcanes y nevadas entierran nuestras casas, desdibujan a su paso el rastro de nuestros padres, el tiempo de la luz.

De un zarpazo la quemadura disuelve las paredes que ayer eran las firmes columnas de una familia; de un manotazo te conviertes en un hombre reducido a cenizas que rebusca en los cajones la medicina de la abuela. En diez minutos repasas todo tu patrimonio intentado salvar alguna cosa de las pavesas, pero… ¿qué? ¿qué?

Tu vida de hace cinco minutos desaparece ante tus ojos en silencio, como esas nubes que pasan flotando sin que se las oiga.

*Periodista