Es tradicional discutir cada año sobre la amenaza que representa Halloween para nuestras más rancias costumbres. Una discusión en la que suele olvidarse que la cultura es necesariamente algo vivo, cambiante y sujeto, siempre, a influencias externas. De hecho, si nos pusiéramos a escarbar descubriríamos que la mayoría de nuestras tradiciones son fruto de la influencia o colonización de otros pueblos (celtas, fenicios, romanos, árabes o, ahora, anglosajones).

¿Se imaginan las protestas de los antiguos celtíberos por la invasión de latinajos de la que proviene nuestro idioma? ¿O el desprecio con que los viejos despotricarían del “foot-ball” a principios del siglo pasado? Pues ya ven, no hay ahora nada “más nuestro” que hablar español o jugar al fútbol. Y así con todo. Por eso hay que reírse a mandíbula batiente de aquellos que pregonan el acabose cultural que, según ellos, supone celebrar Halloween. Más aún cuando muchos de los que reniegan hoy de las pérfidas costumbres extranjeras son los mismos que, de jóvenes, sufrieron la incomprensión de sus mayores por darle caña al rock, vestir como vaqueros de Wisconsin o desmelenarse en la “discothèque”. ¡O tempora, o mores!

Que los chicos de hoy prefieran, en fin, deambular por la ciudad disfrazados de zombi a comer castañas pilongas en el campo es tan normal como que los mayores nos escandalicemos de ello y entonemos un afectado lamento de idealizada nostalgia por “lo nuestro”. Ha pasado siempre. Lo peliagudo es que confundamos “lo nuestro”, no ya con lo que (si acaso) conviene conservar en un museo, sino “con lo que hay que imponer por ser parte consustancial de nuestra identidad”. Cuando la gente se pone identitaria se acabó la risa, y toca echarse a temblar.

Lo menos malo que puede pasar cuando la gente enferma de “terruñismo” es que le dé por el folklore, es decir, por la momificación subvencionada de lo que antes fue cultura viva (y que, como todo lo vivo, tiene irremisiblemente que morir). Y ojo que el folklore y su estudio no están mal en sí. El problema viene cuando pretende imponerse como lo que no es, como cultura viva, y se obliga cordialmente a los niños a vestirse de lagarterana, a leer al bardo local en la escuela (por malo que sea), o a aprender el aurresku o la sardana para exhibirse el día de la fiesta nacional. Algo que, de momento, y toquemos madera, no ha pasado aún por aquí.

Decía hace años el escritor Sánchez Adalid (justo en el discurso de entrega de la medalla de Extremadura) que, gracias a Dios (Adalid, además de escritor es cura), los extremeños no tenemos identidad y que, justo por eso, somos libres. No puedo estar más de acuerdo. Tal vez, frente a la estrechez cateta de otros, los aquí presentes hemos intuido que la identidad humana, más que un anclarte en las costumbres de “toda la vida”, es un deseo de identificarte con lo que te es extraño pero que, si lo miras sin demasiado miedo (o con algo de amor), te acaba desvelando ese fondo entrañable que eres tú mismo. No hay mejor forma de crecer que sumando identidades. Y cuanto más otro y extraño sea aquello que asimilamos, más y mejor nos engorda el alma. Amar tu tierra está bien; pero amar la tierra y costumbres de tus antípodas te hace, seguro, mejor persona.

Lo menos malo que puede pasar cuando la gente enferma de «terruñismo» es que le dé por el folklore

Por supuesto, esto no quiere decir que todo cambio cultural sea bueno. Todo depende de la dimensión y, sobre todo, de la dirección del cambio. A este respecto, es sorprendente que la gente discuta ardorosamente sobre la “colonización cultural” que representa Halloween y se quede tan pancha acerca de otros cambios de costumbres infinitamente más graves.

Casi nadie habla aquí, por ejemplo, de la reciente apuesta de Facebook y otras grandes empresas por la creación de entornos virtuales digitales (el llamado “metaverso”) a los que, tal vez en poco tiempo, tendremos que “teletransportarnos” para trabajar, relacionarnos, dar clases, comprar, opinar, entretenernos, manifestarnos, votar o hacer todo tipo de gestiones con la misma naturalidad con que lo hacemos ya en el tosco Internet bidimensional de toda-la-vida.

Y fíjense que no se trata de la simple “colonización” de nuestro paisaje cotidiano, ya de por sí repleto de pantallas generadoras de “realidad”, sino de la paulatina sustitución de este por otro mundo virtual creado y controlado hasta el último detalle por los ingenieros de esas gigantescas empresas tecnológicas que son Facebook, WhatsApp, Microsoft, Amazon, Apple…. ¿No es de esta “super invasión cultural” de la que tendríamos que estar hablando (aunque sea en el enjambre de redes sociales que ella nos proporciona) en lugar de sobre la pervivencia de la “chaquetilla”? Si no reparamos en cosas como esta, los zombis vamos a ser nosotros, y no los chiquillos que se disfrazan en Halloween.

*Profesor de filosofía