Yo era la experta en rellenar las empanadillas, y en cerrar los bordes con un tenedor, sin presionar mucho, para que no se rompieran. También me encargaba de la mayonesa (aceite de oliva, de girasol, un huevo sacado con tiempo de la nevera, limón y ajo) y del café de puchero. A veces, no muchas, ayudaba con las croquetas. Eran mis hermanas y mi madre las expertas en la cocina, y en decorar la mesa, aunque también ayudaban mi padre y mis hermanos en esa tarde antes de la cena en que la cocina olía a perejil y las manos se llenaban de harina y pan rallado. El timbre no dejaba de sonar, y por la puerta entraban vecinos y familiares que acababan sentados en una mesa en la que cabían no sé cómo más de veinte personas. Tampoco paraba el teléfono, en singular, que entonces no se llamaba el fijo porque ni soñábamos con un mundo en que cada uno dispusiera de su propio teléfono sin tener que hablar bajo o sin recibir cada dos por tres avisos de que colgáramos. Llegaba un momento en que el aire se espesaba tanto entre la gente, el olor de la comida y el humo de la fritura, que había que abrir las ventanas a pesar del frío y la niebla. Entraba entonces otro tipo de olor, a leña, a invierno, mezclado con el rumor de las zambombas y panderetas que recorrían las calles de mi pueblo acompañadas del tintineo de las botellas de anís. Dentro hacía mucho que habían empezado las risas tontas que acababan en enfado de mi madre, las bromas sobre quién salía con quién o a qué hora se había vuelto a casa. 

Caía la noche sin aviso, como siempre en diciembre, y la mesa estaba sin poner o faltaba una botella o se sumaba alguien más a un cena que había empezado a prepararse a las cinco y que nunca estaba preparada a tiempo, quizá porque era lo de menos, quizá porque se trataba de estar juntos, de sumar gente y confidencias, de hablar a escondidas con el chico que te gustaba tratando de alargar el cable del teléfono para oír algo en medio del escándalo de una casa llena de gente, pero también para que no te oyeran. No parece gran cosa, pero lo era. 

Mis dotes culinarias siguen siendo poco más o menos las mismas. Relleno empanadillas, cierro sus bordes, hago croquetas, aunque no he vuelto a preparar mayonesa. Lo otro lo suplo con encargos o ayuda. Pero hay cosas que no puedo compensar, cosas que me hubiera gustado grabar en la memoria, mantenerlas vivas contra viento y marea. Me faltan ingredientes, lugares, sobre todo personas. La felicidad era solo estar juntos, lo sigue siendo ahora. Mi cocina es más pequeña, cada uno tiene su teléfono y ahora soy yo la directora de una orquesta muy mermada. Aun así, habrá que erguir los hombros, respirar este aire de diciembre y disfrutar del aquí y del ahora, sin quedarse parados en el entonces. Mañana es Nochebuena, cuidemos a los que están, levantemos una copa por las sillas vacías, y no nos dejemos abatir por la miel engañosa de la nostalgia. Feliz Navidad.

*Escritora y profesora