De las imágenes y testimonios que nos llegan de la guerra, seguramente las que más nos afecten sean las que tienen que ver con los niños. Las más terribles no las veremos nunca, pero desgarra saber que en el despiadado asedio a Mariupol haya algún niño que ha muerto no por misil o por metralla, sino de sed, un hecho ante el cual palidece cualquier justificación geopolítica y que mancha cualquier uniforme o bandera responsable. En la riada de refugiados, que lleva ya unos tres millones, los niños forman casi la mitad, encuadrados por sus madres y abuelas. En la frontera, ya se sabe, se les entrega un peluche para que puedan seguir teniendo algo parecido a una infancia.

Con este trasfondo de infancias rotas he leído El territorio blanco, poemario de José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) publicado hace poco por la editorial sevillana Isla de Siltolá, y que quiere reflejar la vivencia de la infancia a través de los ojos de su hijo. Autor también de una importante obra crítica, con estudios fundamentales sobre Francisco Brines o María Zambrano, así como destacado traductor de poetas de lengua alemana (de Bertolt Brecht a Paul Celan), Gómez Toré se caracteriza como poeta por un tono sereno, delicado, que sin embargo revela una temblorosa intensidad, ya desde Fragmentos de un cantar de gesta (2007) hasta Hotel Europa (2018), obra reunida en su antología Llamarse nadie(Polibea, 2019), a propósito de la cual, Eduardo Moga destacaba cómo en el poeta madrileño se da la rara combinación de “un acercamiento sensual a la realidad y, al mismo tiempo, un recio impulso ético”.

"En la frontera, ya se sabe, se les entrega un peluche para que puedan seguir teniendo algo parecido a una infancia"

El libro se divide en dos grandes partes, “El cuarto de Van Gogh” y “El territorio blanco”, más dos ciclos menores, “Melusina (novela)” y “Siete variaciones sobre un tema de Wallace Stevens”. Partiendo del famoso cuadro de Van Gogh y de la famosa afirmación de William Wordsworth de que “el niño es el padre del hombre”, el poeta quiere entrar en el mundo de su hijo, sentir la realidad con la misma inocencia y asombro: “Porque tiene dos años. Porque tengo dos años allá lejos, ahora, en la casa cerrada. La misma tierra mancha mis dedos torpes, delata mi impaciencia. Se hace tarde. El niño no quiere descansar. Ni pensar en dormir. Demasiado trabajo por hacer. Y todo aguarda aún”. Esa mirada deslumbrada por el hijo, por ejemplo cuando, como cualquier niño, echa a correr tras un pájaro, “casi no sabe andar / y ya le tienta el vuelo”, le hace recapacitar sobre las prioridades del adulto, pues el tiempo del niño “se burla de tu prisa”. Junto al “niño que juega”, el padre “le escucha y oye su propia infancia”.

En cuanto al territorio blanco y la nieve que hoy nos recuerdan esas llanuras nevadas que atraviesan niños agotados con sus madres, en este poemario simboliza todo lo aún posible, un espacio donde se van inscribiendo sonidos e imágenes, pues cada niño que nace parece llevar en sí todas las posibilidades. “Te hundes / en lo blanco. // Te borras en lo blanco”, dicen unos versos de “El fuego blanco”, ciclo en los que Gómez Toré muestra su cercanía con la que se conoció como “poesía del silencio” (no en vano la poeta cacereña Ada Salas escribe el texto de contraportada), donde los blancos y las elipsis significan tanto como las palabras.

Hay también en este libro poemas que recuerdan la pandemia, como “Noli me tangere”, que comienza “El amor, / ¿lo recuerdas? / en los días de la infección” y cómo su familia hubo de buscar “al borde de la asfixia, / un no lugar posible”. En el ciclo final del libro, a partir de un verso de Wallace Stevens (“The imperfect is our paradise”) se vuelve a escuchar de fondo “el parloteo, veraz, incomprensible” del niño que aún no sabe hablar, una blancura que, en medio del estruendo de gritos y proclamas, nos calma y cura. 

*Escritor