El reloj de mi coche marca la hora correcta seis meses al año. Durante los otros seis meses, sumo o resto, según se necesite. 

No es ignorancia ni falta de tiempo, es pereza, esa grima pegajosa que me envuelve de antemano cada vez que pienso en hojear un manual sea el que sea. Igual que hay quien vive feliz en esas páginas de instrucciones, yo me desespero aún antes de imaginar siquiera que tengo que buscar cómo puedo poner en hora un reloj que solo va mal durante medio año. 

"Todos tenemos que estar al día de la última memez para poder acceder, por ejemplo, a nuestro dinero"

Me sucede con todo, con los electrodomésticos (solo leo la página donde dice cómo se limpian antes de usarlos) y por supuesto, con el móvil, cuyo uso se aprende a caballo entre las confusas directrices de tu hijo adolescente y una intuición desconocida que se adquiere con el ensayo y error de toda la vida. 

Así me familiaricé con internet, que entonces parecía un mar proceloso, y así he aprendido durante la pandemia cómo se organiza una videoconferencia o se prepara un cuestionario. Ya sé que aprender cosas nuevas nos mantiene activos, pero todavía puedo elegir qué seleccionar, a qué dedicar mi tiempo o qué necesito para mi trabajo y mi vida cotidiana, sin tener que sumar o restar horas. 

Lo demás puede esperar, y lo otro se adquiere con pocas ganas, poca predisposición y ninguna alegría. Puedo permitírmelo por ahora, pero me pregunto qué pasará dentro de unos años, qué está pasándole ya a mucha gente mayor ahora. 

Gente que, como yo, una vez tuvo un trabajo en el que se desenvolvía perfectamente, y era parte activa de una sociedad que aún no le volvía la espalda. Nuestro mundo se ha convertido en un lugar complicado en el que ir al banco a actualizar la cartilla es comparable a una misión sin retorno. 

Todos tenemos que estar al día de la última memez para poder acceder, por ejemplo, a nuestro dinero, a las recetas, a una cita médica o a pasar la ITV. Y me pregunto también si con ochenta años me acompañarán la vista, la cabeza o las ganas de ponerme a adquirir conocimientos innecesarios que en algún momento hemos dejado que se vuelvan imprescindibles.