Hace unos días visité Romangordo, el pueblo de los trampantojos, de los guiños y los engaños visuales al espectador. Allí, frente a la residencia de ancianos hay una estatua de Rosario Cordero, presidenta de la Diputación de Cáceres, ante la que, confieso, sentí una profunda emoción. Y en Romangordo no solo hay murales realistas que conducen al equívoco. Recomiendo una visita a la Casa del Tío Cáscoles, hoy ecomuseo, en la que se encuentran perfectamente conservadas las estancias de una casa tradicional, aunque con una curiosa disposición que nos retrotrae al tiempo de nuestros abuelos. También hay un centro de interpretación muy singular, la Casa de los Aromas, perfecta para entender la flora y llena de propuestas para experimentar. Recomiendo encarecidamente la visita a ese pequeño milagro rural que es Romangordo.

Mi reflexión sobre los trampantojos se extiende más allá, al terreno musical. Hace pocos días ha visto la luz un esperado disco de la cantante Rosalía, Motomami, que ha despertado en mí sentimientos encontrados. Aplaudo la audacia de este trabajo, fruto de la investigación, y las múltiples referencias de la artista en su composición: desde la bulería al reguetón, pasando por géneros inclasificables. Pero el disco es una especie de carrera contrarreloj que pasa por distintos puertos como una gran montaña rusa de texturas, para mi gusto excesivamente autorreferenciales. Me preocupa su abuso del spanglish, imagino que consecuencia de su día a día en Miami. A veces eso hace ininteligibles sus letras. Motomami es un trampantojo musical que no deja indiferente, pero al que no hay que reverenciar obligatoriamente. Pensar de él que es una «mierda» es tan lícito como alabarlo. El ataque en redes sociales a Ramón García por expresar su opinión sobre el disco es desmesurado. Creo que con Motomami sucede lo del cuento de El traje nuevo del emperador. Nadie quiere destacar sus carencias para no parecer fuera de onda.