El Periódico Extremadura

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Mario Martín Gijón

Espectráculo

Mario Martín Gijón

Aguafiestas

Es fácil despreciar a quienes se divierten con un cubata en la mano en mitad de la Plaza, dando voces

La semana pasada, el Womad congregó, durante sus cuatro días de duración (de jueves a domingo), a unas 140.000 personas, récord de asistencia para un festival que, si no fuera por los dos años en blanco por la pandemia, habría cumplido ya treinta años de existencia en Cáceres. Para mí, que pasé por allí el viernes y el sábado, la imagen de la marea humana que llenaba la Plaza Mayor (más de 25.000 personas) tenía algo de irreal, casi de un inverosímil regreso al pasado, veinte años atrás, cuando eso, la plaza llena de personas, no una vez al año, sino cada fin de semana, era lo habitual. 

Es obvio que, salvo para los que estaban cerca del escenario, la música era solo un fondo a las conversaciones regadas generosamente con alcohol, lo que se llama hacer botellón, cuyo nombre ya subleva a los biempensantes o a los malintencionados, que muchas veces son los mismos. Así, un catedrático jubilado, de cuyo nombre no quiero acordarme, compartía en redes sociales una foto del paisaje después de la batalla: la Plaza de madrugada, tras la retirada de los fiesteros, cubierto el suelo de basura en la que el indignado señor englobaba tanto a los desperdicios como a los asistentes que los dejaron, aprovechando para cargar contra los «viejos canosos o calvos del 68 y jóvenes greñudos del 15M, unidos en rara coexistencia y en similar patetismo de sus diversas frustraciones personales». La verdad es que esa agresividad, por otra parte cultivada (¿habría trasnochado e ido de su domicilio del Ceres Golf a la Plaza para hacer esa foto?) parece indicar que las frustraciones estaban más en quien vertía esos improperios que en quienes dejaban, de modo, sí, algo incívico, la basura en el suelo. No quita que la inmensa mayoría había tirado la basura a los contenedores, y que la que quedaba en el suelo sería recogida rápidamente por los basureros, que para eso están. Tampoco decía el cabreado catedrático que en este Womad hubo la mitad de basura que en el anterior, y que no había vidrio por la vigilancia policial. Tampoco que había sanitarios que hacían innecesario, como en otras ocasiones, que la gente anduviera orinando por las esquinas. 

La verdad es que, personalmente, nunca me gustó la dinámica del botellón. El problema es que en Cáceres se prohibió lo que era la forma de convivencia festiva que hacía el atractivo de la ciudad, sobre todo para los jóvenes. A Cáceres se la dejó malherida cuando se trasladó a los estudiantes a un campus en medio del páramo, y se la remató cuando se prohibió, bajo multa de trescientos euros, hacer botellón en la Plaza. Una ciudad sin industria se obcecó en ver a los estudiantes como un problema, cuando eran una fuente de prosperidad: que se lo digan a Salamanca, Granada, o a tantas pequeñas ciudades universitarias alemanas (Marburgo, Tubinga, Heidelberg) que viven de los estudiantes. Aquí se prefirió dimitir de esa condición de ciudad bulliciosa y juvenil, a pesar de los inconvenientes, para que fuera una ciudad tranquila para los ancianos. Pero en Extremadura, tranquilidad es lo que sobra, y en la Plaza no vive casi nadie. 

Es fácil despreciar a quienes se divierten con un cubata en la mano en mitad de la Plaza, dando voces, cuando se tiene un chalet en el Ceres Golf, aparte de un apartamento en la playa y quizás algún piso alquilado a estudiantes. La prohibición del botellón afectó a todo el centro, convertido ahora en mucho más exclusivo y caro. Queda mejor verse como la ciudad del Atrio y del casco antiguo que como la «cuna del botellón». Con todo, el botellón era un evento netamente popular, con algo hasta de carnavalesco y medieval, algo de cuadro de Brueghel el Joven, con gente «de buen rollo» y sin la mala baba de los aguafiestas que se toman sus gin-tonics en el porche de sus chalets. 

* Escritor

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