El Periódico Extremadura

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Mario Martín Gijón

Espectráculo

Mario Martín Gijón

Tanatografías

Al final, este libro, cuyo título nos dice que escribe la muerte, es un conmovido canto a la vida

Mañana se clausura la Feria del Libro de Badajoz, que durante sus diez días de duración ha combinado en sus presentaciones lo comercial con la calidad,gracias a la colaboración entre la delegada de cultura y Aristas Martínez, editor y coordinador del proyecto Dehesa de Papel. Hoy será un día intenso con la presentación de Curriculum, de la poeta y periodista Azahara Palomeque a las 19 h. o el acto a las 18 h. con el novelista y ensayista Javier Moreno, que presentará tanto su novela Omega (que tengo pendiente de lectura) como su ensayo El hombre transparente, del que hablé hace poco. 

Antes, a las doce y media del mediodía, habrá presentado José Antonio Llera (Badajoz, 1971), escritor y profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad Autónoma de Madrid, su libro Tanatografías, largo poema en doce partes. que obtuvo el año pasado el XL Premio Leonor de Poesía, prestigioso galardón que en su momento recibieron Olvido García Valdés, Chantal Maillard o César Martín Ortiz.

Cumplir cincuenta años es una efeméride que parece exigir un balance: Albert Caraco comenzó a escribir Mi confesión al cumplir medio siglo, y no ha sido el único que se ha puesto a redactar entonces sus memorias. En el caso del escritor pacense, el balance surgió de manera arrolladora, como si llegar a esa encrucijada de los cincuenta años hubiera abierto una espita por la que se precipitara el torrente de la memoria. Decía Jordi Doce, en su reseña de El hombre al que zumban los oídos, anterior libro de Llera, que este había encontrado en el poema en prosa “el cauce idóneo” para su escritura, pero el escritor de raza no encauza, sino que es encauzado, arrastrado por su escritura y, alérgico a etiquetas, se reinventa en cada libro, a riesgo de desconcertar a sus lectores. Así, frente a la densa y punzante concisión de aquellos poemas en prosa, Tanatografías fluye y cambia de plano a cada instante, como una película experimental (al modo de las realizadas por su amigo Alberto Cabrera) o un collage de recuerdos en el que van surgiendo sobre todo las personas que compartieron la infancia del autor a orillas del Guadiana, en Talavera la Real, desde su primo Valentín arreglando una bicicleta Orbea a la vecina Avelina que riñe a los muchachos, desde la chusca sesión de espiritismo al listado de profesores de su instituto, con nombres y apellidos, o la presencia recurrente del padre, querido pero a la vez distante en cuanto a gustos: “Los surcos no se pisan, hijo, me advertía mi padre. / ¿Cómo no me iba a refugiar en las ciudades / si no sabía andar por el campo ni cuidar los surcos?” El escritor, por definición, nunca está del todo en el mundo, por eso se le ve como alguien poco práctico, pero es quien se apropia de ese mundo por su mirada personal y la reticencia a ser uno más, a dejarse llevar por la corriente común de lo natural, hace posible que aquel mundo y aquel tiempo no se pierdan, rescatados en la literatura, con una pátina de melancolía y nostalgia.

En el torrente del verso libre van asomando rostros de difuntos, como el de su primo Antonio, cura al que estalló un cohete en las ferias del pueblo y murió de tétanos, y cuya mano se le aparece cada vez que ve fuegos artificiales, “haciendo dibujos de colores y racimos en el aire” o “santificando las toxinas”. Aunque predominen los recuerdos de la infancia pacense, hay también flashbacks de la época de estudiante en Cáceres o de su verano en Marburg, y sobre todo el contrapunto con su vida actualy con la amplísima cultura del autor, que disfruta tanto leyendo a Simone Weil como viendo embocar bolas a Ronnie Sullivan (pues Llera, como mi padre, es gran aficionado al snooker). Al final, este libro, cuyo título nos dice que escribe la muerte, es un conmovido canto a la vida. 

*Escritor

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