Este verano dominado por la inflación y la omnipresente Motomami de Rosalía se acaba. Me di cuenta este pasado domingo, en la piscina natural de Casas del Monte, cuando los últimos reflejos de la tarde atravesaban la superficie del agua fría y formaban caprichosas luces de color entre la hojarasca. Han sido unos meses de gasto continuo, repetido como un mantra, de inconsciencia total. Los primeros relentes de la noche llenaron mis pulmones de esa humedad con sabor a ozono que presagia lo irremediable del otoño. 

No hay duda. Está aquí. Esta estación venidera parece que llega acompañada de más inflación, hipotecas disparadas, energía por las nubes… Vamos, las plagas de Egipto y alguna más.

Los niños se bañaban y jugaban ajenos al torbellino de la existencia. Sus risas sonaban como un eco extraño y lejano. Alguna adolescente se hacía un selfi frente a la cascada soñando quizás con una montaña de likes en su Instagram y un futuro glamuroso y fácil. Los padres hacían en su cabeza las cuentas de la vuelta al cole y comentaban cómo tendrían que multiplicar sus afanes y trabajos para pasar el Rubicón de este mes. Un último grupo de bañistas agarraba con fruición las últimas latas de cerveza de la temporada. Sus risas sonaban apagadas como un murmullo lejano. La cesta nevera se llenó de hormigas en busca de un botín de restos de un amojamado filete empanado y ensaladilla.

Se acaba la estación y siento la nostalgia del viejo amor perdido en la niebla de los años. Como si en aquel enclave se hubieran quedado petrificados los besos de todos los veranos de mi vida, grabados a navaja entre castaños y eucaliptos, con un corazón en el centro y alguna dedicatoria cursi. Me da miedo que este otoño me pille desprevenido y con el alma completamente desnuda, desprovista de anhelos . Temo que sea la garra suave que arañe nuestra esperanza para siempre.