Lo peor no debe de ser el cansancio, ni las enfermedades, ni siquiera el dolor. Lo peor no debe de ser dormir a deshora, caminar apenas, tener prohibidos todos los vicios. Seguro que no. Seguro que cuando se llega a cierta edad, uno ha pasado ya todas las fronteras posibles y se ha vuelto inmune a casi todo, salvo a la soledad y la indiferencia. Eso sí que cuesta. Volverse invisible, a lo más una carga, alguien que repartirse entre los hijos, al que visitar en una residencia siempre demasiado llena. Eso sí que duele, no las pastillas, ni la artrosis ni la dificultad de hacer lo que antes no costaba nada.

Hemos cerrado los ojos ante lo que vamos a ser, igual que los cerramos ante el cambio climático o las amenazas venideras. El futuro no nos asusta, como si no tuviera que ver con nosotros, como si instalados en esta juventud perenne, nada pudiera acecharnos. Contemplamos a los ancianos como seres de otra galaxia, débiles eslabones por donde se rompe la cadena social. Ellos cobran las pensiones, ellos son una carga para la sanidad, ellos causan problemas en verano. Y ellos, o sea, nosotros dentro de unos años, se ven apartados de un mundo que no quiere correr a su ritmo. Por eso mueren de pena en la soledad de las grandes ciudades, o agonizan en habitaciones impersonales donde nunca va nadie a verlos. A ellos, que formaron familias y fueron padres y luego abuelos.

Lo peor no debe de ser el cansancio, ni las enfermedades, ni siquiera el dolor. Lo peor es la estupidez malsana de creernos inmortales, elegidos por los dioses, olvidados de lo que hemos sido, lo que somos y aquello en que nos vamos a convertir.