TNtos han dado tanto la brasa quienes hicieron la transición sobre su ejemplaridad histórica, que es difícil convencer a nadie sobre los estropicios que se hicieron en aquellos días y que, incomprensiblemente, seguimos soportando como si fueran ineludibles. No voy a mencionar la ley electoral, ni el sistema de votación que permite esos dichosos mailings , ni esa distorsión de la representación popular que un tal D´Hont nos plasma en los repartos de escaños. Me refiero a esa norma que impide a militares y jueces la militancia en partidos políticos, como si la privación de ese derecho supusiera automáticamente la imparcialidad absoluta. Curiosamente no se dice nada de otras posibles adscripciones y se puede ser fiscal o profesor de Biología y pertenecer a una secta religiosa fundamentalista que niega la evolución de las especies. Pero lo que me parece gracioso, por no decir otra cosa, es que haya quien siga creyendo que un magistrado del Constitucional, que fue juez en los tribunales de orden público del franquismo, tenga garantizada su ecuanimidad por el hecho de no militar en un partido político. Estas normas son rémoras de aquel tiempo oscuro que hacen que hoy el adjetivo politizado siga teniendo para muchos un matiz despectivo, y que el término apolítico siga siendo usado como salvoconducto que todo lo perdona. Cuando la democracia se consolide en el subconsciente colectivo, aprenderemos que la imparcialidad no se debiera perder por pertenecer a un partido, que tampoco se gana por permanecer en la más absoluta de las asepsias y que la militancia político-social es tan digna (o más) que no tomar partido por nada.