Salvo para unos pocos privilegiados, el mundo suele ser un lugar hostil. Basta acordarse de Haití o Chile, pero también de Irak o Afganistán, de Israel y Palestina, o de ese territorio del horror en que se ha convertido Africa, y que solo recordamos cuando el número de muertos supera al de la semana pasada. Casos de pederastia (el crimen contra niños inocentes) en instituciones creadas para proteger a la infancia. Quién vigila a los pastores, quién va a pedirles cuentas. Muertes estúpidas, condenados que salen sin devolver el dinero, cadáveres que no aparecen, menores reincidentes, inmigrantes de quince años que vagan asustados y desprotegidos por las calles. El racismo encubierto, la arrogancia de los ignorantes. La crisis, el paro, los comedores sociales. Los jóvenes que vuelven a las aulas porque es duro lo que late fuera. La enfermedad silenciosa que golpea familias, el diagnóstico que te cambia la vida, los mil y un problemas cotidianos. Menos mal que ha dejado de diluviar y de nevar, y ya no vienen más tormentas perfectas, al menos por ahora. Menos mal que abres la ventana y empiezan a verse los brotes verdes en los árboles y los días se alargan. Lo mismo debe de estar ocurriendo en los países de nuestro hemisferio, día más, día menos. El sueño comienza a pesar en los párpados, la nariz pica, el cuerpo renace no sabe muy bien a qué, pero renace. Es verdad que el mundo da miedo, pero también que aún quedan los acasos, la esperanza de inventarnos de nuevo, de creer que algo mejor es posible. Después de un invierno tan duro, no se pueden imaginar cómo me alegro de que haya llegado por fin la primavera.