«Había permiso para un gancho autorizado, así que estuve en un puesto casi toda la mañana. Basta que uno ponga en la escopeta unos cartuchos de bala, por si los cochinos, para que no aparezcan. O lo hagan por otro sitio», dice, mientras da buena cuenta del arroz con carne.

«A mí eso es que no me va», añado yo.

«Ya, pero hay que hacerlo. Ahora hay más caza grande en esos riberos que chica. A uno le entró una cochina enorme y se la apuntó. Vimos ciervas y algún gabato, pero poca cosa interesante. Y además, lejos. La que se paró a dos metros fue la liebre, y al poco pasó una pareja de perdices apeonando».

«Eso de los cartuchos de bala es que no. Más de una vez le he tenido que disparar a la zorra con ellos. Claro que a la que le di, ni lo contó. De todos modos, ya te digo: Allí parado, esperando que llegue lo que sea, me exaspera», sigo insistiendo.

«Pero si toda la vida has estado agazapado, esperando a que llegaran las perdices que te echábamos nosotros, los de al salto», me increpa.

«No te falta razón; pero ¡ojo! Una perdiz descolgada del raspil y a mil por hora, a ver quién es el guapo que la deja en el aire hecha un gurruño. No me digas que es más fácil que meterle un plomazo a un venado o a un guarro a cinco o diez metros», me defiendo.

«Hay mucho que discutir de todo eso y no viene al caso. Lo que hay es que si va uno a lo grande, aparece lo chico. Y viceversa», remata la faena del arroz con carne y ataca la monda de una turgente naranja. Servidor, al pairo, recuerda entonces aquella vez, en la vereda de Serranos que le entró el cochino y en vez de meterle el plomo de la bala, se equivocó de gatillo y le echó un rocío de munición del ocho. Rayos y truenos.

Al cazador, leña, y al leñador, caza. Lo de siempre.