Leer es viajar. Abrir un libro puede llevarte a cualquier sitio. Leer abre la mente. Provoca el mismo cosquilleo, a veces marea y desconcierta si la travesía se alarga más de lo esperado pero siempre se llega a alguna parte y siempre se guarda una algo de recuerdo. Como los jabones de los hoteles. Hay quien se lleva hasta las toallas. Eso ya depende de lo grande que sea la maleta. Estas líneas son otro viaje. Uno muy lento y a una isla minúscula en la que hace parada José María Cumbreño (Cáceres, 1972). Parece haber venido de muy lejos. Quizá de otro planeta. Él presume llegar de Liliput, aquella isla que se inventó Swift en la que vivían unos seres minúsculos, pero supera el metro setenta así que hasta para eso rompe la norma. Y como un Gulliver cualquiera se recrea en su viaje. Aunque habite en este, él se dedica a frecuentar otros mundos, unos que huelen a papel, y a contradecir a aquellos que se atreven a aventurar que esos lugares tienen los días contados. Aunque precisamente de contar vaya la cosa.

Es alma máter de Ediciones Liliputienses, la editorial más pequeña del mundo, una que apenas levanta un palmo del suelo. Una tan diminuta como titánica. «Es una editorial muy pequeña para autores gigantescos». Así define Cumbreño una aventura que comenzó hace ocho años y a la que auguraba un futuro poco optimista. «Le daba tres meses». En este tiempo ha editado algo más de un centenar de títulos, la mayoría de autores latinoamericanos, un universo inexplorado. Curiosamente, más que de la voracidad literaria, reconoce que su proyecto nació de la rabia. «Estaba enfadado, yo leía autores de países de Latinoamérica de primer nivel y era imposible leerlos en España, no se editaba, es inexplicable». Reprocha esta situación al eurocentrismo y al desinterés. Tan amplio fue el limbo que vio entonces que se embarcó en su propia odisea. Méjico, Uruguay, Perú, Colombia aparecen entre las firmas que edita. Se mueve de una punta a otra porque siempre le interesaron los nómadas, los que no pertenecen a ningún lugar y por eso pertenecen a todos. De hecho, en la reseña de cada libro junto a la fecha y el código de la edición, donde debería aparecer Cáceres o Extremadura se lee Isla de San Borondón, una leyenda popular de las Canarias sobre una isla fantasma que los marinos apodaron la Encubierta o la Encantada. Todo parece un espejismo en la casa de Cumbreño. «Es un mundo fascinante, me permite conocer a gente maravillosa». Recuerda el primer nombre que publicó, Luis Arturo Guichard, un poeta que nació en Chiapas y profesor de filología clásica en Salamanca. Otro de los poetas, Omar Pimienta, nació en Tijuana y trabaja en Estados Unidos. La mayoría de las firmas que edita Cumbreño comparten una particularidad: no entienden de fronteras.

Aparte de Liliputienses, cada día para en la Universidad Laboral, donde imparte clases de lengua. Antes fue profesor en Badajoz y Mérida y en su primer año en Cáceres, ya ha creado un aula de literatura. Está convencido de que la pasión por los libros se contagia a través de la gente que ama las letras. «Una vez que tienes inoculado el veneno de la literatura ya no hay vuelta atrás». No contento con eso, hace años dio vida en Plasencia a Centrifugados, un encuentro de poesía que ha contado autores de la editorial.

No revela su secreto. Tal vez lleve a mano algún brebaje de aquellos que bebía Alicia en ese país maravilloso y que la encogía hasta caber en una tacita de té o simplemente sea ilusionista. Lo más probable es que haya heredado sus poderes de la lectura. La imaginación es la más poderosa de las armas. Sea como fuere, consigue colarse en los resquicios donde habitan las letras más interesantes y se guarda las que le interesan para llevarlas a imprimir y compartirlas. Dice que un editor se parece mucho a un catador un vino. Con el tiempo mejoras y «ya son muchos años». «Ahora puedes distinguir aromas, texturas que al principio costaban más». En cualquier caso, sostiene que el criterio es subjetivo. «Yo me he enamorado de todos ellos». Lleva unos cuantos en su mochila y los expone en una guillotina de Gutenberg S.A., una máquina que se usaba entonces en las imprentas para cortar el papel, que sale al paso en el momento preciso. Breve, eso sí, que Gulliver tiene que seguir su viaje.