Escritor

Uno siempre ha entendido que es español en tanto que extremeño. Quiero decir que, más allá del dulce azar de haber nacido, primero, en España y, ya allí, en esta región concreta, me siento un español de Extremadura.

Desde el punto y hora en que uno eligió ser escritor y, para ello, tuvo que hacer uso de su lengua materna, el castellano, las relaciones entre un azar y otro fueron mucho más fluidas.

Esa lengua me llevó al resto de los lugares de mi idioma que, como a nadie se le oculta, no se limitan a los que fija el mapa peninsular (lo que no es poco) sino, además, a los que, en ultramar, conforman ese otro mapa tal vez más ancho pero no más ajeno de la América hispana.

Y pues que las lenguas no ahorran en gasto, la mía me vinculó también a las que proceden, como ella, del latín; la catalana o la portuguesa, por ejemplo. Y a las que no.

Cuando hablo de lenguas, me refiero también a las tradiciones que aquéllas amparan, el agua verdadera que riega las raíces de una patria. Comprenderán que en este contexto de interrelaciones y de flujos no haya tiempo para ensimismamientos.

No es menos cierto que, como he repetido en más de una ocasión, en el mundo globalizado y sin fronteras en que vivimos el escritor, más si es poeta, no puede olvidar que cuanto más de su lugar sea, mejor para la irradiación y universalidad de su obra.

Esta aparente paradoja se resuelve al leer a autores arraigados en sitios concretos que han levantado mundos propios pero asimismo habitables para muchos.

Extremadura está en mi mirada y en mi memoria, dos de los reinos que me sustentan.

No obstante, cuando viajo fuera, estoy como en casa. Tal vez porque el alma, como dijo Schintzler, es una tierra extensa.