Mujeres extremeñas de pueblo. Las recuerdo viniendo al médico a Cáceres, haciendo compras en la calle Pintores, subiendo apresuradas hacia la estación de autobuses y montando en el directo de las dos de la tarde que las devolvía a sus casas por carreteras lastimosas.

Allí se habían quedado sus hijos, que estudiaban en la escuela hasta los 14 años y luego, sólo en contados casos, podían seguir formándose.

En el pueblo no había agua corriente, ni piscina, ni biblioteca, ni casa de cultura, ni asociación de amas de casa.

Los maridos se acercaban a los bares o al teleclub a tomar el chato y a ver al Real Madrid. A ellas les quedaba el socorrido recurso de la iglesia donde, a veces, ejercía un párroco moderno y activo que dinamizaba una pizca la vida cotidiana.

Aquellas mujeres de pueblo no iban de veraneo ni de excursión, no leían revistas ni periódicos porque no llegaban al pueblo, no tenían los electrodomésticos básicos, no participaban en la vida política ni social. Si trabajaban en el campo, su actividad estaba mal pagada, cuando lo estaba, y si tenían que hablar por teléfono con el hijo, el padre o el marido emigrados a Granollers, tenían que acercarse a la central, a casa de doña Chelo, donde las conferencias siempre traían media hora de demora.

Ha pasado el tiempo, no demasiado tiempo, y durante 2002 he vuelto a reencontrarme con las mujeres de pueblo extremeñas.

Me reúno con ellas una vez al trimestre y noto en su desparpajo, en su actitud crítica, en sus opiniones, en sus demandas y en su seguridad, que han encontrado su lugar en el mundo, que ya tienen ocio enriquecedor y acceso a la cultura, que gozan de cierta independencia económica, que están satisfechas porque podrán darle lo mejor a sus hijos, o sea, lo que ellas no tuvieron. Noto que están orgullosas de ser mujeres, de ser de su pueblo y de vivir en el pueblo. Noto, en fin, que ya no van a permitir que nadie les arrebate lo que tanto les ha costado conseguir.