Es así que, por intercesión de nuestro amigo Juan Salvador Calzas Prado, fuimos, por fin, a ese pueblito que, rarezas de la vida, no habíamos visitado nunca. Ha tenido que ser, inexorablemente, la afición cinegética el móvil para pasar una agradabilísima jornada en el lugar de don Diego Pizarro.

¿Qué Pizarro era ese?... hay bastante leña que cortar al respecto; pero, a tenor de lo que dice don Pedro Bravo Payno en su libro sobre Alcollarín, seguramente fue un tío carnal del Pizarro más célebre, ya saben, el de Panamá, Cajamarca y luego todo el imperio inca del Tauantinsuyo.

El caso es que lo que antaño tal vez fuese un viaje trabajosísimo por caminos y carreteras poco gratas de rodaje, hoy es un ligerísimo paseo por autovía, que se realiza sin penar alguno.

El campo blanco de la helada nocturna se extendía hasta Turgalium, y luego por la N- V hasta Emérita Augusta, a intervalos, aparecían el blanco sobre los breves prados del berrocal trujillense y el denso barzal en torno a ese picacho fragoso de Santa Cruz de la Sierra (evocación ineludible de Nuflo de Chaves y su aventura de Paraná-Paraguay). Desvío hacia Abertura y Alcollarín a dos tiros de ballesta.

La caza con Jose Luis (sus formidables perritos conejeros) y con Juan Salva fue un entretenido paseo por las junqueras del arroyo Levosilla. Ellos demostraron con creces que están en forma y yo que debo ir pensando en retirar los hábitos. Aun así la caza- es la caza, a pesar del viento gélido que nos estuvo mandando, inclemente, la Villuerca y que nos fustigó toda la mañana hasta el esmorecimiento y la fatiga. Item, la sensación inefable de estar hollando un nuevo escenario de pasos cinegéticos no tiene precio.

A la postre acabamos la cacería y vivimos Alcollarín, historia y familia. Julián Calzas y su amabilísima señora, padres de mis exalumnos Julián y Juansa, tuvieron la gentileza de sentarme a su mesa para compartir mantel con ellos. Qué descanso para el espíritu el trato de personas amables y educadas, en medio, hoy, de tanta zafiedad reinante. Mientras comíamos, en el cálido clima de la acogedora casa de la familia Calzas Prado, se nos iba, sin querer, la mente hacia esa iglesia de Santa Catalina y a esa casa fuerte y palacio, un tanto desvencijado, del susodicho Don Diego Pizarro. Terca manía de la evocación de otros tiempos, cuando los muros de aquellas casas nobles nos lanzan su apagada voz de siglos.

Mediada la tarde volvimos a la soledad del paisaje en la tarde tristísima del domingo. Latido casi imperceptible de los fríos campos solitarios y la oscuridad de la noche en ciernes que empezaba a parecer por el horizonte llano de poniente.

Alcollarín. Ni siquiera sabemos la razón de la toponimia. ¿Collado? ¿collar? Y sin duda algo tendrá que ver el camino peregrino desde Mérida hasta Guadalupe. Sólo los que hemos vivido el pálpito de los pueblitos entendemos bien el entrañable sentimiento que nos sugiere. Volveremos, Dios mediante.