Mucho se está escribiendo sobre la sentencia del caso Nóos. Desde que se inició este asunto he pensado con frecuencia hasta dónde puede llegar el ser humano empujado por la ambición. Es el origen de muchos problemas sociales y, además «suele hacer traidores», como dijo en el siglo XVII la reina Cristina de Suecia. Y es que la ambición desbocada es un mal moral que ciega a la persona y es capaz de conducirla a realizar cualquier atropello. El afán por acaparar bienes y poder es el principal centro de interés en la vida del ambicioso, y, por eso, llega a traicionar a cualquiera. El afán obsesivo por la posesión de bienes y dinero o de poder es la principal causa del hambre, de la destrucción ecológica, de la criminalidad y de las guerras. Y es que el empobrecimiento de muchos ha ido acompañado del enriquecimiento de unos pocos.

También Miguel de Cervantes escribió genialmente: «Poca o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño de tercero». Cuando la ambición es de poder hunde a los subordinados y cuando es de tener sacrifica a los necesitados. Nunca es neutral, porque, difícilmente conoce límites y carece de sensibilidad. Es el egoísmo sin freno, que embiste alocadamente, lo arrasa todo y embrutece al mismo ambicioso.

Es verdad que también se podría hablar de una ambición moderada, que puede ser sinónimo de superación y o de estímulo. En este caso es algo positivo que nos mueve a esforzarnos por conseguir metas nobles. Pero es importante no trasgredir la línea roja que separa ésta de lo que es la ambición desmedida, que ahora nos ocupa.

Lo contrario de la ambición de riquezas es conformarse con lo necesario para vivir dignamente y lo contrario de la ambición de poder es ayudar y colaborar con los demás en su propio desarrollo. Así como la generosidad humaniza la sociedad, la ambición y el egoísmo desmedido la envilece y la hace inevitable.