Al hombre, cuyo nombre omito por prudencia, le gustaba ir de caza. Lo cual no quiere decir que cazara. De hecho lo único que había cazado en su vida fue un ratón. No obstante salía de casa con la escopeta casi a diario y recorría gran parte del término municipal de Tornavacas con un zurrón grande en el que cabían la merienda y las esperadas piezas. Iba una tarde a su huerto a regar las acelgas cuando encontró a un conocido que llevaba un gazapo vivo. "Véndeme el conejo", le dijo. El paisano se mostraba reticente pues se había hecho la ilusión de cenar arroz con conejo. Por fin llegaron a un acuerdo y nuestro hombre se echó el gazapo al bolsillo y se dirigió al huerto. Ató al animal a un arbusto y corrió a casa. Llegado al hogar avisó a su esposa, "prepara la cazuela que he visto un conejo en el huerto y vengo a por la escopeta para matarlo y cenárnoslo esta noche". Dicho y hecho. Cogió el arma, se dirigió al huerto y una vez frente al indefenso animal amarrado al arbusto sin poder moverse le descerrajó un tiro. Pero era tan mala su puntería que rompió la cuerda con la que estaba atado el gazapo y este salió corriendo como alma en pena. Tuvieron que cenar patatas revolcás con torreznos y calvotes.