En nuestros tiempos escolares no había violencia en las aulas. El maestro te podía dar unos palmetazos o ponerte de rodillas, pero eso no era violencia. Eran castigos. Y con motivos. Tantos que no te interesaba denunciarlo ante tus padres.

Porque en casa tampoco había violencia, pero tu padre para reforzar la autoridad del maestro y tratar de encauzar tu camino, acariciaba tus posaderas con el cinturón. Y si tenía la oportunidad le suplicaba al profesor que te diera otros palmetazos de su parte.

Entre los compañeros tampoco había violencia. Ni acoso. Te llamaban mariquita y tú respondías llamándole cojitranco. O cuatro ojos. O mocos verdes. Como las cosas no podían acabar así se echaba mano de las piedras, de manera que llegabas a casa con una pitera.

Eso sí, sin denunciar a nadie y contento pues tu adversario llevaba dos piteras y un chichón. Porque si llorabas ante tu progenitor podías recibir otra ración de cinturón por cobarde y no saber defenderte tú solito.

No había robo de dinero, pues para que puedan robarte dinero hace falta que tengas dinero y eso sólo se tenía el domingo y duraba hasta media tarde. Lo que sí te podían robar eran las calcomanías o el tirachinas o los bolis. Si bien lo más demandado por los amigos de lo ajeno eran los ´lapis´ de colores y las gomas de borrar.

Con este panorama pueden suponer que no había posibilidad de que existieran los psicólogos, ni los psicopedagogos, porque no había traumas. Si acaso había ´acusicas´, que estaban muy mal vistos. Salías de la escuela con las manos calentitas y te preguntaban: ¿Te duele?.

No te daba tiempo a contestar porque ibas a pelear a pedradas o a brevazos con los del Picadero. Pero eso no era violencia. Es que eran los enemigos de la panda de la plazuela de Santiago.