La apertura de un Año Nuevo, después de la «resaca» de la nochevieja, siempre nos ofrece la ocasión de hacer un repaso crítico de nuestro inmediato pasado -lo que vulgarmente se llama: un «examen de conciencia»- con el correspondiente “arrepentimiento” y el “propósito de enmienda” para no volver a cometer los mismos errores, desacatos y sinvergoncerías en los que hayamos incurrido a lo largo del año fenecido.

En esta ocasión, como consecuencia del inicio de 2017, bueno sería que muchos compatriotas mirasen hacia su interior para revisar y replantear lo que hicieron a lo largo del desdichado 2016; especialmente si a lo largo de este ciclo anual fueron responsables de ciertas tareas políticas, financieras, urbanísticas, administrativas o fiscales, y aprovecharon la baza para «forrarse», distraer fondos públicos, embaucar a incautos, recaudar «mordidas» para su Partido Político o crear falsas expectativas en los clientes de su Banco para que adquirieran valores y títulos del mismo, que no eran rentables, o que no pensaba devolver,

El catálogo de líos, «chanchullos», desmanes y abusos que nos obligan a la contrición puede ser infinito. Por otra parte, el sacramento de la «penitencia» hace mucho que se pasó de moda para las familias de bien, y se retiraron los confesionarios de las iglesias. Confesionarios que fueron tan abundantes en otras épocas, cuando los pecados eran no ir a misa los domingos, comer carne los viernes de Cuaresma, robar el cepillo de la iglesia o decir «palabrotas» a las chicas.

Pero, desde que llegó el euro a nuestro país, y desde que la situación económica general es la «crisis» financiera permanente, la naturaleza de los pecados de una buena parte de las élites que administran los bienes públicos ha cambiado radicalmente; sus «exámenes de conciencia» han pasado a ser muy ligeros, de naturaleza esencialmente crematística y difíciles de «rastrear» en los recovecos de las cuentas opacas, de las empresas interpuestas y de las concesiones administrativas, previamente manipuladas, para favorecer a las «castas» sociales o políticas que lideran los negocios.

Los confesionarios ya no son aquellos armarios con dos ventanitas, donde se sentaba el cura -con su raída sotana, una estola deshilachada y un misal- que dormitaba con la retahíla gótica de nuestros pecados. Ahora hay que hacer las confesiones - «declaraciones» se las llama en nuestro tiempo - en la sala de un juzgado, ante letrados y escribanos, bajo juramento y por causas que superan con mucho los simples «pecadillos» de la gente vulgar.

Por eso, las antiguas colas de penitentes que esperaban en silencio su turno, arrodillados en los bancos de las iglesias, haciendo «examen de conciencia»; han sido sustituidas por cientos de «imputados», bien trajeados, acompañados de sus abogados y procuradores de los Tribunales, que les orientan para reconducir este «examen» de corrupciones - porque la “conciencia” la perdieron ya hace tiempo - llevando en sus cartapacios los innumerables desmanes, de los que se les acusa.

Desmanes y cohechos de notable complejidad porque incluyen fraudes, estafas, apropiaciones indebidas, engaños y «trilerías» varias, engarzadas en subcontratas, en empresas interpuestas, lazos familiares y otras tramas ideadas solamente para el delito. Estamos en una sociedad «acartonada» en la que son inútiles los «exámenes de conciencia».