Otro jirón en el alma del Norba. En el último lustro la muerte, así, rotunda, intempestiva, se nos ha avecindado y busca sus afines, burlesca, entre quienes andan afanados en sus lares y no entre quienes esperan ya ociosos los golpes convenidos de la aldaba. Aquí en el instituto, entre tantos saberes doctos como trajinamos a diario, también está el de que la cadencia de sus puyas es imprevisible y que aunque nos prenda en las entrañas no nos sorprende. No somos necios, pero le echamos en cara que por estos pagos venga a cobrarse deudas con tanta premura y usura. Le reprochamos su paso cambiado, su jurisdicción discrecional y caprichosa, que no puedan ser los hijos quienes entierren a sus padres, que no se respete la antigüedad, que no se le dé tiempo para cosechar lo sembrado a quien ha sembrado a espuertas, que se lleve a todos los amigos de una generación en el mismo viaje y no podamos siquiera reposar los duelos, cumplimentar debidamente los adioses.

Marito ha sido la última a quien la muerte no le ha dado el tiempo necesario para bordar el ajuar de su vida. Muerte estúpida e incontinente porque, en este caso, si más hubiera esperado más se hubiera cobrado. Y es que Marito se avivaba al vivir. Incluso en ese terrible compás de espera de la muerte anunciada quería venir al instituto, a su jefatura de estudios ambulante (en todo, a todas, por doquier); hace pocos días compartió mesa y departió risas con sus compañeras en una comida de género en la que ella era femenino singular; nunca hubo disimulo en su trato, quizá por eso nos regaló al final el interdicto de verla como no era. Hasta quien la conoció sólo durante un mes, durante una sustitución, tuvo tiempo bastante para acrisolar un retrato minimalista que testimonia cuán sencillo es lo esencial cuando no hay dobleces: "decidle a su familia que era un rayito de sol". Eso: algo enjuto, menudo, frágil en su textura pero luminaria incandescente. Ese fulgor seguía vivo en la entereza física y la dignidad moral que a buen seguro pidió a los suyos para su despedida; y ellos condescendieron y, aunque se ensombrecieran los ojos y el porte, ese rayito prendió en Pacho, Gonzalo y Sol, su hija Sol, un nombre testigo y testimonio.

En las recepciones prima la cortesía a que obliga la nobleza, pero las despedidas son libérrimas y por eso ellas pueden calibrar mejor la huella que una persona ha dejado. La despedida de Marito fue multitudinaria (de uno en uno), luminosa y serena. Hasta el rito se plegó a su humana sencillez y trocó las fórmulas en caricias. Nadie habló en nombre de Dios y por eso quien quiso pudo oír bien claro cómo Dios también lloraba. Quien presidió el funeral lo ofició como sacerdote y lo sufrió como amigo. Quien nos leyó la palabra de Dios quiso pespuntear también en ella la prosodia del humano dolor, compañera del alma, tan temprano... En una liturgia así es más fácil que Dios se avenga a habitar entre nosotros. Allí estábamos compañeros, amigos, familiares y muchos alumnos del Norba Caesarina, algunos de hace más de 30 años. Entre ellos, algunos díscolos de ESO de los que consta que se acercaron allí porque les encogió el alma la muerte de su seño de Herramientas. Pasan de la muerte, de ceremoniales y de profesores pero no han pasado de Marito. Les había dado clase y, además, la daba porque la tenía: clase. ¿Cuántos pueden presumir de semejante legado?

Vuelta a las clases, las otras, y nadie dice nada, pero el rumor va por dentro, cómplice. Quienes compartían a diario con ella despacho y cuitas tienen un dolor multiplicado para el que no hay bálsamo, pues el bálsamo era quien se ha ido. Y quien la sustituyó en la enfermedad se encuentra ahora con una encomienda que ha de prolongar más de lo esperado. También es menuda, tiene la misma mirada limpia y acaso los mismos años con los que empezó Marito en esta su segunda casa que nunca abandonó. Como si lo hubiera testamentado así también ella, Marito. Como si hubiera querido cerrar el círculo, el Sol.

Su profesionalidad no la vamos a encomiar nosotros porque decir eso sería decir muy poco de ella. Que el hueco es enorme no oculta que un instituto es una mole con muchas galerías. Tampoco se nos escapa que en la vida nadie puede caminar por los vericuetos que otro horadó. Su galería ya está sellada. Lo peor es para los que vengan ahora, vuestros hijos, los nuestros, que se perderán una singladura maravillosa. Era una profesora de Literatura apasionada de la literatura (y no hay pleonasmo). Una profesora de Lengua de la escuela de don Lázaro (eso es pedigrí). No iba de nada y estaba en todas. Su fortaleza era la del junco al que te puedes amarrar y no la del grueso palo que te aventa a golpes. Dispensaba a los escolares la misma ortografía limpia y esplendorosa que llevaba escrita siempre en la cara: nunca hubo que corregirle una mueca.

Si supiera que hemos aireado todo esto en la prensa nos reprendería. Perdona que ahora lo oigan todos y algunos no te lo confesáramos antes al oído. Tráenos en estas sombras tu rayito de Sol.