Pues resulta que estaba uno el otro día tomándose una cervecita en la barra de un conocido bar de Cáceres, leyendo gratuitamente la prensa local -que es un deporte muy practicado por todo españolito de a pie que se precie-, y a mi vera dos caballeros charlaban animadamente y sin ningún tipo de disimulo sobre temas de caza. Hablaron de lo divino y de lo humano, llegando a tocar el asunto de los que escribimos por gusto sobre este deporte nuestro, vertiendo sobre nosotros críticas no precisamente constructivas.

Debo decir de antemano que ignoro si soy cotilla o no, pero como el volumen de la tertulia era el acostumbrado por los españoles en un bar, y que para evitar escucharlos hubiera tenido que apurar mi cerveza y salirme de este sitio -lo cual realmente no apetecía- me avine a soportarlos y a tomar debida nota, ya que es en estas circunstancias donde nacen las mejores historias, artículos, anécdotas y motivos de conversación. Además, también ignoro si se referían o no a mí, pero como me incluyo entre los aludidos, decidí quedarme atento a la jugada.

El tono de la conversación fue subiendo cuando el que estaba más próximo a mí y me daba la espalda se explayó a gusto sobre los escribanos. Su opinión, siempre tan respetable como la de todo el mundo, era que, aparte de que sólo decíamos gilipolleces, y que dudaba seria y profundamente nuestro arte de escribir, no sabíamos ni habíamos sabido nunca cazar, ni matar ni nutrir una percha; por supuesto, no éramos nadie para dar clases de un día de caza; y, por descontado, éramos lunáticos desoficiados que teníamos otra ocupación que ésta de escribir.

No hay que decir que, para este loable ciudadano, el organizar un día de caza de la más ínfima complejidad es un hecho que queda bastante alejado de nuestros reducidos caletres, y la simple intención de pretender cazar de acuerdo a unos cánones establecidos era algo totalmente inalcanzable para nuestras limitadas capacidades; o sea, una inutilidad. Lo he dicho de la manera más suave posible, aunque el amable lector intuirá a estas alturas que la palabrería del tertuliano de turno era muchísimo más gruesa.

De acuerdo, jefe: si ésa es su opinión, qué le vamos a hacer. Pero permítame que le objete su pensamiento. Para empezar, quizá lo que digamos no sea muy acertado, pero de ahí a calificarlo como usted lo hizo media un trecho largo que no estoy dispuesto a recorrer. Que usted coincida conmigo o no es otro cantar, pero téngase en cuenta que yo no escribo por ganarme el pan, ni por andar sobrado de tiempo, ni por falta de otros menesteres u ocupaciones en mi vida; no, tan sólo escribo por darme el gusto de poner negro sobre blanco mis vivencias, y así azuzar la memoria de otros compañeros, que disfrutan igual que yo recordando las duras y las maduras en esta afición nuestra, tan humilde, tan maltratada y, a veces, tan gratificante.

Para continuar, no somos desvariados, o al menos en mi caso, sino gente corriente y moliente, con determinada formación -no siempre académica-, que disfrutamos tanto de la caza como de la literatura, y nos gusta atender a esos pequeños detalles que hacen que nuestra vida sea más o menos divertida y placentera. Podrá llamarnos raros, extravagantes, cotillas o introvertidos, pero tenemos nuestro corazoncito y nuestros sólidos fundamentos para actuar como actuamos.

Y, por último, de acuerdo: soy malo tirando, tremendamente malo, hasta el punto de que estoy seguro que no me cuelgo una pieza por afinar la puntería, sino porque frecuentemente se da la feliz circunstancia de que el bicho se tropieza por casualidad con el tiro que le he soltado. Es evidente que no sé diferenciar muy bien un tomillo de un romero, una pizarra de un cancho, que me sorprendo cuando veo una encina en medio de un alcornocal, que sigo creyendo que la liebre es la hembra del conejo, y que he aprendido a diferenciar la perdiz de la mirla por el diferente sonido que emiten al alzar el vuelo, que si no, de qué.

Todo eso, reconociendo la bajeza de mi persona, lo asumo; pero sí puedo proclamar a los cuatro vientos que aprendí de los mejores, y que mis compañeros de correrías son gentes de andar por casa, muy lejos de esos CAZADORES DE CORTE INGLES que estrenan cada dos por tres chaleco, visera, leguis, superpuesta, y cuatroporcuatro - dieciséis biturbo de cincuenta y cuatro válvulas, once velocidades pa´alante y un par de ellas pa´atrás-, tan sólo por el gusto de darse un capricho, o porque se lo han visto al majadero del de enfrente y ellos no van a ser menos.

No, estos compañeros míos no son CATEDRATICOS DE LA CAZA, amigos íntimos de las perdices de plástico de a ocho euros la unidad, que en su infinita sapiencia están dotados del dogma de la infalibilidad al igual que los pontífices romanos, lo cual les permite despotricar en público, a viva voz, denostando y retorciéndole el pescuezo a todo aquel cacho de carne bautizado, a cualquier ente con forma humana que se atreva a expresar algo que ellos no pueden entender, o que, simplemente, por no habérseles ocurrido antes a ellos o no poder hacerlo por no saber, se oponen con feroz y corrosiva contumacia. Ese tipo de cazadores que necesitan dar explicaciones de lo inexplicable, que pueden dar clases de no saber estar a la altura de las circunstancias, y que no admiten un no por respuesta a su feliz ideario, aunque lleve unos cimientos como los del Puente de Alcántara.

En fin, que hay gente para todo, y para todo hay que valer. Y además, yo soy yo mismo, y cazo como me da la real gana.

*Cazador. Sociedad de Cáceres.