Realmente no era una calle, sino un callejón sin salida, situado frente al transformador de luz, junto al arroyo Casas, en la calle Padilla que baja en pendiente desde la Plaza Vieja. De día no tenía secretos, viejas cuadras con algún ventaneo y puertas bajas, las paredes de piedra vista y adobe, y tan solo, una ventana de vivienda, la de los churreros, cuyo acceso a la casa lo practicaban por la calle Ensenada, frente al corral de la Remonta. Alrededor de la ventana y por encima de esta, hay un espacio de la fachada cementada, en el cual, se encuentra impresionada una mano abierta muy bien lograda. No recuerdo si estuvo alguna vez pintada de negro, o simplemente, el sobrenombre le vino dado por la falta de iluminación nocturna. La vivienda más cercana al callejón, era la de la Señora Nicolasa, que me invitaba a chocolate, cuando de tanto en tanto por esta calle, me encaminaba a visitar a mis abuelos en el barrio del Cerro. La primera vez que me lo ofreció, estaba plantada en el umbral de la puerta, cubierto su pelo cano con un pañuelo, falda negra y delantal gris, en cuyos bolsillos descansaban sus manos.De noche el callejón se transformaba: silencioso y negro como boca de lobo, se convertía en un lugar siniestro, si te veías obligado a pasar por allí, lo hacías con los pies en polvorosa, sin regalar en ningún caso, ni un reojo, que el monstruo de la mano negra, pudiera interpretar como provocación. Aún hoy se puede observar la mano impresa, ahora sin ningún poder sobre las nuevas generaciones de niños y jóvenes.