Si Ferdinand Marcos, el dictador que gobernó Filipinas durante 20 años y amasó en la sombra una enorme fortuna, estuviera vivo, ayer habría cumplido 89 años y su mujer, Imelda seguiría paseándose con alguno de los 1.200 pares de zapatos que la hicieron célebre.

Para tristeza de la señora Marcos, el dictador murió en el exilio en Hawái en 1989 y está lejos de ser recordado como un héroe. El tirano no fue enterrado como un patriota, sino en una cripta en la casa donde vivió antes de subir al poder, en la que se conserva su cadáver embalsamado (en la foto, la viuda estampa un beso rojo pasión en la urna que contiene la momia).

Ahora, la familia del dictador filipino quiere aprovechar la fuerza que aún tiene en la provincia de Ilocos Norte y trasladar la momia al Cementerio Nacional de los Héroes, en Manila.

Imelda, además, no tiene suficiente con la memoria del poder. Quiere recuperar el ordena y mando en el presente y volver a ocupar el cargo que ejerció durante la dictadura, el de gobernadora del área metropolitana de Manila. Todo, por supuesto, por amor a la democracia.