Si toda ceremonia de entrega de premios es, en sí misma, un gran anuncio, habrá que decir que en esta ocasión al cine español el espot de los Goya le salió regular. No por el palmarés, bastante incontestable en un año de películas notables e interpretaciones sobresalientes, ni por el desempeño de un cumplidor Dani Rovira, sino por la futilidad de una gala intrascendente y lastrada por una realización poco representativa del talento exhibido en los títulos a concurso. Cámaras temblorosas, planos desafortunados, gags poco trabajados y momentos anticlímax (como la inclusión del discretísimo número musical de Manuela Vellés y Adrián Lastra antes de que se anunciaran los dos premios principales) hicieron poco servicio a la causa de una industria y unos profesionales que merecían mejores propagandistas. También merecían que alguien hubiera dejado una jarra de agua junto al atril para evitar ese espectáculo de gaznates secos y carreras por el escenario.

Muy pocas escenas verdaderamente para el recuerdo dejaron las tres horas largas de ceremonia: podríamos citar, tal vez, el acelerado monólogo inicial de Rovira, la alegre espontaneidad de la joven Anna Castillo (mejor actriz revelación), el sobreactuado discurso de Ana Belén, el misil en forma de canción que disparó a capela Sílvia Pérez Cruz (valiente excepción en una noche políticamente inane) y, sobre todo, las lágrimas de Juan Antonio Bayona.

Si, como decíamos, de lo que se trataba era de inocular en el espectador el virus de la pasión por el cine español, de estimular su curiosidad y su interés, nada mejor que esos primeros planos de Jota con los ojos inundados y mordiéndose el labio inferior cada vez que alguno de sus colaboradores subía al escenario para recoger un premio (y fueron unas cuantas). En esas lágrimas de felicidad por los éxitos ajenos sí encontramos una expresión viva de amor al oficio y de orgullo por los logros del trabajo en equipo. En una velada más bien frígida, la mirada anegada de Bayona nos habló como nadie de la magia y la alegría del cine.