En una guerra solo hay muertos y asesinos». Con esta contundencia se expresaba en el 2010 Carlos Giménez en una charla sobre su obra en Zaragoza. Giménez es el genio vivo más grande de la historieta en España y el mejor narrador de las últimas décadas. Su obra es extensa y siempre brillante: ni el wéstern (Ringo), ni la ciencia ficción (Delta 99, Dani Futuro) se han escapado a su pluma.

Pero es tratando la memoria popular del siglo XX español cuando Giménez toca el cielo. Los profesionales relata su paso por la agencia de dibujantes Selecciones Ilustradas; Barrio, sus andanzas en el Madrid de posguerra; 36-39, malos tiempos, la guerra civil... Pero Paracuellos, esas historias de niños minúsculos, es sin lugar a dudas la gran obra de Carlos Giménez. Es emotiva y tierna, dura y cruel. Es una obra maestra.

Giménez nació en el 1941, en el madrileño barrio de Embajadores, y perdió a su padre, Vicente, siendo un chaval. Con tres hijos a su cargo, Marcelina, su madre, se enfrentó a la dura posguerra, a los continuos fracasos en modestos negocios y a la tuberculosis. Por esta razón, Carlos pasó gran parte de su infancia en los hogares, colegios para niños internos regentados por la división humanitaria de Falange, el Auxilio Social. Allí recalaban los hijos de los perdedores de la guerra, los retoños de quienes no podían dar de comer a su prole por haberse equivocado de bando. Por rojos. Y lo que allí encontraban era hambre, miseria y adoctrinamiento religioso y político.

Algo que sorprende en Paracuellos es la extremada violencia de las cuidadoras, sacerdotes y falangistas con unos críos desvalidos, desnutridos y asustados.

«En aquella España, todo el mundo había matado a alguien, o había visto a alguien morir asesinado. Así que darle una paliza a un niño era algo venial, sin importancia. Y era entendido como aleccionador», opinó aquella tarde en Zaragoza Giménez.

En Paracuellos hay castigos insólitos para los meones nocturnos, como sentarlos sobre un cubo con alcohol en llamas. O abofetearlos con las dos manos a la vez para que no caigan al suelo y puedan recibir otra galleta. En Paracuellos hay mucha hambre. Tanta que los niños guardan pellizcos (piscurros) de pan para darse un banquete en Navidad.

«Me gustaría que estos relatos […] fueran considerados no solamente como la historia de unos colegios raros y perversos, sino además, también, como una pequeña parte de la historia de la posguerra española», dice Giménez. Paracuellos es también la historia de niños delatores, de preferidos de la profe (jamaos), de abusones que dan palizas en el patio, y de hermanos mayores que se vengan. Es una historia de violencia.

Pero es también un tebeo que habla de tebeos. Del Guerrero del antifaz, de Aventuras del FBI y sobre todo de El Cachorro, el favorito de Giménez. Porque en Paracuellos despunta un niño por encima del resto: Pablito, cuya madre está enferma en Bilbao; Pablito, al que de vez en cuando viene a ver su hermano mayor; Pablito, que quiere ser dibujante («¡como Iranzo!») y comparte sus tebeos. Porque también hay camaradería y compañerismo entre tanta mezquindad.

El séptimo álbum de la serie, que publica Reservoir Books (autor y editorial lanzarán el año que viene el octavo tomo), Giménez incluye, cuarenta años más tarde que el primer volumen, cuatro nuevas historias que aparecieron en forma de relato en la primera recopilación francesa de Paracuellos -la serie se publica en Francia ante la negativa de los editores españoles de editarla en nuestro país- y que ahora Giménez recupera en forma de historietas.

En estas páginas el autor se detiene menos en la crueldad, la sed y el frío y más en los sentimientos de los chavales, de los Hombres del mañana (es el título del album, prestado de una canción fascista) que aprendieron a botetada limpia lo que es la amistad, el egoísmo, la fraternidad, el miedo, la crueldad y la muerte. Los sentimientos de los hombres que hicieron la democracia.