Cada vez que Orhan Pamuk pasa bajo el frontispicio de la entrada de la Universidad de Columbia, donde el premio Nobel turco da clases algunos meses al año, suele mirar hacia arriba y comprobar que el nombre de Sófocles sigue ahí. Lo recordó ayer en Barcelona con ocasión de la presentación de su nueva novela, La mujer del pelo rojo (Random House), la más leída de las suyas en su país. «Quizá porque es la más breve», bromea, o posiblemente porque en ella se encierra un interpretación poética y veladamente política sobre el poder absoluto en Oriente, al que Pamuk suele aludir como «mi parte del mundo» o la «parte del mundo en la que vivo». Así que lo que ha hecho es, una vez más, volver a desarrollar una fábula entre Oriente y Occidente, para lanzar una alerta sobre el ascenso del autoritarismo en su país. Y para ello se ha valido del Edipo de Sófocles y del poeta persa Ferdousí. Dos concepciones antagónicas del poder, como se verá.

Pamuk escribió esta novela en Estambul en febrero del 2016 a pocos meses del golpe de Estado contra Recep Tayyip Erdogan y la subsiguiente represión del presidente, recogiendo una idea que le rondaba desde hacía 25 años cuando ultimaba una de sus mejores novelas, El libro negro. Cuenta que en los descansos de su trabajo de entonces se dedicaba a observar a unos operarios excavando un pozo. Eran un hombre mayor y su joven aprendiz, al que aquel trataba de forma tiránica en horas de trabajo. Sin embargo, por la noche, se mostraba afectuoso con el muchacho, se preocupaba por su comodidad y por que comiera lo suficiente. «Me conmovió -explica- aquella relación paternofilial porque yo crecí con un padre ausente. No me esperaba encontrar esos sentimientos en un pocero y su aprendiz. Más tarde, ellos se hicieron amigos míos y me contaron historias, porque yo colecciono historias».

Esa pareja inspiró la que protagoniza la novela y, más concretamente, la figura del joven que despertará al amor gracias a una mujer de pelo rojo. «En Occidente, de William Shakespeare a Sylvia Plath, una pelirroja simboliza la fuerza descontrolada. En Oriente esos atributos también funcionan, pero además una mujer que se tiñe de rojo es considerada artificiosa y más negativamente de sexo fácil. Lo que busca aquí ese importante personaje femenino es marcar el hecho de sentirse diferente, de no querer someterse».

La trama depara tantos giros argumentales como la tragedia de Sófocles, o el mito del hijo destinado a matar a su padre y acostarse con su madre sin desearlo, que es, como se ha dicho, uno de los dos motores de la historia. El otro es el viejo poema sufí de Rostam y Shorab escrito por Ferdousí, que en cierta forma encierra el negativo de la anterior, ya que aquí es el padre el que mata fortuitamente al hijo. «Aunque Sófocles no pretendía que nos sintiéramos apenados frente a la mala suerte de Edipo, los espectadores y los lectores contemporáneos nos entristecemos y angustiamos frente a la tragedia y esa tristeza en cierta manera exculpa a Edipo y provoca nuestro perdón, pero es un perdón dirigido al individuo. En mi parte del mundo, en la tradición persa, cuando lloramos por el padre que sin saberlo ha matado a su hijo, lo que estamos haciendo es legitimando al Estado todopoderoso, al que mata y aplasta a sus hijos ejerciendo la autoridad».

NOVELA PREMONITORIA / Es fácil ver a dónde quiere llegar con esta novela, pese a que su apariencia sea totalmente realista. Mientras la escribía, todavía no se habían desatado con su mayor crudeza los derroteros autoritarios de Erdogan que conocemos hoy, por lo que tiene una buena dosis de premonición. «Las buenas novelas son siempre premonitorias y los buenos novelistas son como unos profetas ingenuos. Yo quería hacer pensar a la gente, especialmente a la de mi país. Preguntarles por qué siguen votando a padres que aplastan a sus hijos», argumenta.

Llegados a este punto, asalta la duda de si, al margen de su vertiente política, La mujer del pelo rojo encierra algún tipo de reconciliación autobiográfica con aquel padre que le abandonó cuando era un niño. La respuesta del autor nada tiene de convencional: «Yo estoy muy contento con mi padre ausente, no me lamento en absoluto. A mi hermano quizá le dolió un poco más y a veces se queja, pero solo a veces. Creo que esa ausencia me ha hecho más libre, me permitió no ser machacado por mi progenitor como lo fueron muchos amigos míos».

Recuerda que su padre, que leía a Jean-Paul Sartre y al que se podía considerar un libertario en sus ideas, le legó una gran biblioteca: «Al contrario que mis amigos, que tomaban como modelo a los pachás, los soldados y los policías, yo no tuve figuras autoritarias en mi infancia. Es cierto que no recibí ternura de su parte pero a cambio obtuve mucha libertad, la libertad que me permitió ser escritor y artista».