Hasta que salió la traducción de El nombre de la rosa , a mediados de los 80, Eco era un semiótico brillante, un sabio simpático que disertaba cómodamente sobre la filosofía escolástica o sobre las tiras de Charlie Brown

El nombre de la rosa sitúa una intriga detectivesca en un ecosistema monástico, El péndulo de Foucault es una enciclopedia novelada de las conspiraciones universales, La isla del día de antes se adentra en la ciencia del Barroco, Baudolino nos lleva a la picaresca de las cruzadas, y La misteriosa llama de la reina Loana revisita la cultura popular del siglo XX.

Su última novela, El cementerio de Praga , reúne temas que ya había tratado, como la literatura de folletín, el juego de identidades, la unificación de Italia y los derechos de autor.

Esta es propiamente una novela histórica, donde todos los personajes existieron excepto el protagonista, el capitán Simonini. Este presunto militar es un espía que a lo largo de los años entra en contacto con personajes como Freud, Garibaldi o Alejandro Dumas. Como consumado falsificador, es solicitado a menudo para producir documentos falsos que pueden inculpar a personas y colectivos, como los masones, los jesuitas o los judíos. A lo largo del libro, de encargo en encargo, de plagio en plagio, el protagonista va componiendo su obra maestra, que será conocida como Los Protocolos de los sabios de Sión , un documento que existió realmente y que presentaba a los judíos como unos malvados con un plan maquiavélico para dominar el mundo. Los Protocolos tuvieron una gran influencia en la Europa anterior a la segunda guerra mundial, y no solo en Alemania.

El cementerio de Praga recoge las fuentes utilizadas en la redacción de este clásico del antisemitismo. Asimismo, resulta útil para hacerse una idea de cómo era la vida en el Reino de las Dos Sicilias o en el Segundo Imperio francés. En cambio no es tan convincente literariamente, puesto que la multitud de personajes que rodean a Simonini carecen de vida propia. Después de casi 600 páginas de novela, la digestión resulta tan pesada como las que hacía Simonini tras una de sus comidas pantagruélicas. En ella echamos de menos la tensión y la belleza. Brilla la inteligencia, no la literatura.