Mikel Nieve no lo miraba. Era imposible girarse entre las rampas tan salvajes y a la vez tan agónicas, quizá demasiado en la tercera semana de Vuelta. Subía por Los Machucos pendiente de que no le patinaran las ruedas porque había llovido todo el día sobre Cantabria. Sabía que el jefe no iba bien, que le dolían las piernas, que no era el gran Chris Froome, hasta ahora incuestionable. Solo escuchaba por el receptor que llevaba en la oreja, la voz entrecortada del líder del Sky, quien le pedía que regulara y sobre todo, por favor, que no subiera a tirones. Y el gregario navarro del jersey rojo le daba protección.

Froome explicaba lo que le había pasado cuando la calma ya se apoderaba de la cima cántabra, donde el austriaco Stefan Denilf había privado a Alberto Contador de la gloria de ganar la etapa, en otro día en el que el madrileño demostró que es incombustible, inconformista.

«Ha sido el cansancio de la contrarreloj. De hecho he perdido ante Nibali lo ganado en la crono. La Vuelta es una carrera que me cuesta ganar mucho más que el Tour. La evidencia es clara. Tengo cuatro Tours y ninguna Vuelta», confesó Froome.

¡Era humano! Pero lejos de sucumbir, salvó como hacen los grandes campeones un día para olvidar, en el que no se puso nervioso y en el que evitó naufragar porque siempre estuvo rodeado de los suyos; el último, el más fiel y fuerte, fue Nieve.

Vincenzo Nibali, el que tampoco se da por vencido, conocedor que Froome no enlazaba trató de castigar al jersey rojo para arañar 41 segundos de oro en la cima. La Vuelta sigue amarrada por el británico, pero deberá esforzarse, sobreponerse, confiar en los suyos, porque un susto el sábado en el Angliru sería un desastre para él.

Contador, el que volvió a provocar un delirio de pasión del público, se quedó sin el premio de la etapa pero vio que el podio de Madrid no es una locura. Es una gesta, pero peleará por la posición mientras le quede el mínimo aliento en sus últimos días como ciclista profesional.