De un plumazo, con la ligereza política e intelectual que le caracteriza, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha roto con décadas de política exterior de EEUU en el conflicto palestino-israelí al reconocer a Jerusalén como la capital del Estado hebreo y al anunciar su decisión de trasladar a la ciudad tres veces santa la embajada de Estados Unidos. Se trata de una decisión de un enorme calado político -tomada en contra de la opinión de aliados europeos y árabes y de voces incluso dentro de Israel-, que puede desencadenar una oleada de violencia no solo en la parte árabe de la ciudad, sino también en los territorios ocupados y en otros países árabes y musulmanes. Las primeras manifestaciones de repulsa ya están convocadas y es de temer el derramamiento de sangre.

Es falaz, y hasta insultante, sostener que una decisión de este tipo sirve para impulsar el proceso de paz entre los palestinos y los israelíes. En realidad, esta decisión hace exactamente lo contrario: alimenta a los radicales de ambos bandos, entierra el objetivo de los dos estados, deja al liderazgo palestino al pie de los caballos y lanza el mensaje de que solamente las medidas unilaterales (como las que lleva a cabo Israel en la ciudad con los asentamientos) dan réditos.

Las reacciones no han tardado y los países árabes han condenado la decisión. Egipto, uno de los principales socios de Estados Unidos en la región y el único país que, junto con Jordania, tiene firmado un tratado de paz con Israel, ha rechazado la decisión de Trump, El Gobierno jordano también la ha rechazado. Y no solo los países árabes se han puesto en contra, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, ha calificado de lamentable la decisión de su colega estadounidense, Donald Trump, de reconocer a Jerusalén como la capital del Estado de Israel y ha instado a todas las partes a la calma y a la responsabilidad. Hasta la primera ministra británica, Theresa May, ha considerado poco útil para la paz la decisión de Trump, una desaprobación que viene del principal socio de Estados Unidos.

Las consecuencias de este movimiento -en Israel, pero también en el resto del mundo- aún están por ver, pero al actual presidente de EEUU le corresponde la responsabilidad. La paz está mucho más lejos hoy después de que Trump haya dejado su impronta en la historia del conflicto.