A media mañana del miércoles comenzó la lectura de la sentencia. Pronto trascendió su núcleo: el atentado del 11-M tiene un culpable, la célula islamista juzgada por la matanza. El tribunal ha desmontado las teorías de la conspiración y ha sido taxativo: "Ninguna prueba avala la tesis" de que ETA participó en el atentado. Pronto surgieron las interpretaciones y, poco a poco --en este país tan amigo de la confrontación binaria-- se abrió paso una simplificación: unos han ganado y otros han perdido. Han ganado quienes sostuvieron la autoría islámica, y han perdido los empeñados en las tesis conspirativas, destinadas a demostrar que unos malvados --descendientes del conde don Julián-- provocaron la masacre para cambiar el signo del Gobierno de España.

Dos sentimientos

En esta tesitura afloran en muchos ciudadanos dos sentimientos. En primer lugar, la satisfacción porque la sentencia haya puesto fin judicialmente --por desgracia, solo judicialmente-- al desvarío de quienes, no resignados a perder las elecciones del 14 de marzo, han perturbado la instrucción del sumario, con agravio atroz --hasta extremos de vómito-- del juez instructor y de la fiscal. Y, en segundo término, es también natural que, en la búsqueda de causalidades, algunas víctimas las retrotraigan hasta la guerra de Irak.

Pero la posición del Gobierno de España debe ser distinta y ha de basarse, a mi juicio, en tres ideas:

Primera. Ha de celebrar, ante todo, que se haya hecho justicia. La sentencia constituye un gran triunfo de las instituciones. Insisto: la sentencia comporta un extraordinario triunfo del Estado de derecho, que podría concretarse en esta expresión: frente a la barbarie, la norma. Esta celebración ha de ir unida, además, al reconocimiento sincero a la labor de los jueces y fiscales, así como de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, que han trabajado en condiciones de incomprensión notoria, vejación y escarnio.

Segunda. No ha de usar la sentencia contra nadie. En esta hora de triunfo de la justicia, procede la magnanimidad en forma de olvido. No ha lugar ni a una mala palabra, ni a un mal gesto, ni a una mala actitud por los errores pasados. Quienes utilizaron torticeramente la insinuación insidiosa, cuando no la afirmación falaz, han de tener la oportunidad de abdicar de su error con el silencio, sin echarles en cara que "la sentencia ha puesto a cada uno en su sitio". Y, si persisten en su obcecación --lo que está ya sucediendo so pretexto de que la sentencia no se pronuncia sobre la autoría intelectual del atentado--, no se ha de entrar en debate con ellos, sino esperar a que el pueblo español les exija responsabilidades políticas en las elecciones, como ya se las exigió un memorable 14 de marzo.

Tercera. Ha de mirar con ánimo grande el porvenir. España es un país con futuro, pues está ante un buen momento de su historia. Los problemas que la agobian --reforma de la estructura del Estado, proceso de paz, infraestructuras-- no deben oscurecer esta realidad. Por ello ha de ser empeño prioritario del Gobierno introducir pautas de prudencia y contención, que faciliten el diálogo con todos sin exclusiones, y contribuyan al buen funcionamiento de las instituciones.

Las actitudes

La reacción del presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, fue correcta, pero se quedó ahí. Comenzó Rajoy con su apuesta --no sé si fruto de la convicción o de la debilidad-- por la prosecución de las investigaciones en búsqueda de la autoría intelectual del atentado del 11-M. Siguió José Blanco con su apelación a la autoría intelectual --Aznar--, material --Acebes-- y como cooperadores --Rajoy y Zaplana-- de la intoxicación informativa posterior al 11-M. Se sumó Rubalcaba --¡ministro del Interior!-- pidiendo a Aznar que repita con él que "no fue ETA". Y ha cerrado la serie Zaplana instando a Zapatero a que reconozca que la causa no fue Irak.

Ante este cuadro de indigencia intelectual y miseria política, huelgan comentarios. Es obvio que falla el factor humano. Ojalá la crisis institucional y política que se avizora arrastre --cual tsunami -- a los actuales dirigentes y surjan otros nuevos desde los mismos partidos. Los actuales no tienen remedio.