El acento, al parecer, siempre ha sido un problema. Ya lo era de pequeño, cuando hablaba con alguien que no estuviera acostumbrado a las expresiones cacereñas y las haches aspiradas les resultaban cómicas. Esas haches que tanto le gustaban al poeta Luis Chamizo y que dejó escritas en El miajón de los castúos: "Y sus dirá tamién cómo palramos / los hijos d'estas tierras, / porqu'icimos asina: jierro, jumo / y la jacha y el jigo y la jiguera".

Cuando llegué a la universidad, en Madrid, la gracia se volvió casi rutinaria y tuve que explicar en más de una ocasión que no, yo no soy andaluz aunque me coma las eses finales. Pasado el tiempo, cuando parecía que mi entorno se había acostumbrado, pegué el salto fuera del país y al llegar a Alemania ya sí que no hubo forma de quitarme la etiqueta de chico del sur de la frente cada vez que abría la boca.

Aunque esta vez el sur se hizo más amplio, puesto que a la mayoría de los que hemos aprendido inglés en España se nos nota a la legua el marcado acento español. Nos ponemos en evidencia con apenas unas palabras, especialmente las que empiezan por h, que de nuevo salen a escena: un hello basta para demostrarle a cualquiera que no hemos nacido cerca de Cambridge.

Al menos existe cierta solidaridad entre los que no conseguimos decir con fluidez water (suena fácil, pero si se desea imitar el acento británico, hace falta pronunciar algo así como 'wara'). Uno acaba por entender mejor a un italiano hablando inglés que a uno de Manchester y se reconoce en la dificultad que tienen los griegos cada vez que aparece una s líquida. Pero no compensa. Sigue doliendo un poco sentirse excluido por sonar diferente o tener la certeza de que al dejar atrás algunas de las palabras con las que creciste (bochinche de agua, pipo de fruta, calzonas de verano...) también se está dejando una pequeña parte de ti guardada en un cajón.

Y lo peor es que llega el día, después de tantas batallas por hacerse entender alrededor del mundo, en el que uno vuelve a Cáceres y se encuentra con un antiguo compañero del colegio que le pregunta con sorna que por qué habla tan raro, que se te ha pegado el acento madrileño, que dónde están tus eses, que ya no pareces de aquí.

Nunca lo conseguiré. Siempre habrá alguien recordándome que hablo gracioso, diferente o incluso mal.

Tengo una respuesta para ellos: que todos hablamos de otra forma, que los británicos también tienen acento en Estados Unidos, que los españoles somos los graciosos en México, que los madrileños cargan con fama de pronunciar mal cuando se les pregunta a los de Valladolid.

Que lo importante es hacernos entender y que el acento no es una tara sino una tarjeta de presentación que demuestra al instante que vienes de otro lado y que, muy probablemente, tienes por eso mismo algo especial que aportar a la comunidad que te acoge. Esa es mi respuesta estándar, que todavía no he llegado a dar a nadie, pero que seguramente acabaré soltando a algún incauto que no se la merezca del todo.