Nissal tiene 14 años, está solo en un país desconocido, tiene sus brazos autolesionados y unos ojos perdidos en los que reinan la desesperanza. Él es uno de los alrededor de 200 chicos que la cooperante extremeña Patricia Sierra (Gargáligas, 1979) recuerda recién llegada a Cáceres desde Šid, un municipio al norte de Serbia, en la frontera con Croacia, que se ha convertido en la puerta del sueño de Europa para muchos refugiados, pero también en un infierno en el que los chantajes de las mafias y las palizas de la policía croata son constantes.

Sierra cuenta a El Periódico Extremadura lo que allí ha visto y vivido durante un mes y medio, en su tercera experiencia de ayuda a los refugiados.

«Grecia es un hotel de cinco estrellas si lo comparamos con Serbia», afirma rotunda. La ex-república yugoslava, que hace frontera con Croacia, Hungría y Rumanía -Estados miembros de la Unión Europea- se ha convertido, en palabras de la extremeña, en «una ratonera» en la que muchos refugiados quedan atrapados y sin acceso a unas condiciones de vida básicas, ya que el Gobierno serbio tiene restringida la ayuda humanitaria y veta la entrada de las ONG’s a los campos de detención donde retienen a los refugiados.

«Serbia tiene prohibida la ayuda al voluntariado. Estábamos cometiendo un delito. Hemos pedido entrar ayuda y se nos ha denegado muchas veces. Aún así, conseguimos entrar comida para 36 familias y 50 niños en uno de los campos», explica.

Entre tanto, ella y su grupo de la organización No Name Kitchen (La Cocina de los Sin Nombre) proveían ayuda a unos 200 chicos que aguardan en Šid la oportunidad de cruzar a Croacia.

«Realmente cuando te levantas nunca sabes lo que va a pasar. Aparecen muchos muertos o heridos, en muchos casos por las palizas de la policía croata», relata.

Sierra explica las precarias opciones para salir que se les presentan a estos jóvenes, todos rondando entre los 13 y los 30 años: «Bien andando, enfrentando el peligro de la policía, que va con perros. En caminones, con riesgo de sufrir amputaciones. Dentro de contenedores, en los que pueden morir asfixiados. O pagar a traficantes. O quedarte residual y morirte allí de pena», describe.

«Es una situación de desesperanza porque cuando intentan cruzar lo único que se encuentran son palos», añade.

Por ello, entre unas parcelas de maíz y girasoles, junto a sus compañeros de No Name Kitchen, se encargaba no sólo de distribuir desayuno y cena, sino también de jugar y hablar con ellos, de escucharles y darles apoyo.

Allí, en medio del campo, se creaba una metáfora tal y como recuerda Sierra: hasta los girasoles les daban la espalda a los chicos mientras comían.

«Se te cae el alma al suelo. Son niños que están solos, perseguidos por el ISIS. Adolescentes que deberían estar en la plaza de su pueblo o de su barrio jugando, conquistando a chicas, no huyendo de la guerra», describe.

Son los olvidados, los nadie, refugiados sin familia que caen en el olvido en un país ajeno a los, al menos retóricos, derechos europeos, que las autoridades croatas tampoco parecen seguir.

«Todos los días había devoluciones en caliente. Previo romper el móvil a los chicos y previa paliza. Sin haber cometido ellos ningún delito. El único delito es que quieren vivir», lamenta.

Del mismo modo también denuncia la total inacción de Acnur (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados): «En Acnur no están haciendo nada. Son consentidores y meros observadores, cómplices de lo que está pasando», asegura.

Jóvenes condenados a dormir al raso a la espera de jugarse la vida para cruzar la frontera o ser retenidos en centros gubernamentales en los que «no hay agua, no hay duchas y todo está lleno de mierda».

La mayoría de ellos son trabajadores, tienen estudios y buscan una oportunidad lejos de la guerra que azota a sus países.

«Se nos olvida que hace 40 años nosotros fuimos refugiados. Estos chicos no tienen a nadie, a nadie y a nada», dice Sierra.

Ni siquiera en Grecia pudo ver tanta desesperación: «Allí había familias. Siempre estaba la madre que sacaba esa fuerza. En Serbia ves a ese niño de 14 años, solo, mirando al suelo, o al cielo, sin nada que hacer. Nunca había visto tanta desesperanza en la mirada».

Por ello, y para continuar con su labor, esta profesora de Educación Física en Cañaveral, que está buscando hacerse cooperante a largo plazo, acaba de crear una asociación llamada ‘Sonrisas en acción’, con la que planea un proyecto con niños con discapacidad en los campos de refugiados saharauis. Otra tragedia humanitaria que el paso de los años parece haber normalizado.

«Me gustaría que la gente empatizara. Son personas como nosotros. Las únicas fronteras son las que nos ponemos nosotros en la cabeza», sentencia.